al laberinto del sueño.
lunes, septiembre 17
Verde y negro
al laberinto del sueño.
lunes, septiembre 10
Impaciencia
sábado, agosto 18
Envidia
Día festivo, verano... en fín que para mitigar el
calor, decido ir a dar una vuelta por Cadaquès.
Ese precioso pueblo está a unos treinta y pocos
kilómetros curva arriba de mi ciudad, pero antes de esas curvas hay un tramo de
unos 10 o 15 Km. de carretera ancha, recta y llana y en ella me encontraba en
esos momentos.
Dado el buen tiempo y la densidad de tráfico, iba a
velocidad moderada, disfrutando del paisaje y de la visión de un BMW serie 3,
descapotable, nuevo de trinca, de un curioso tono visón, precioso, que
circulaba justo delante de mí. Tenía de todo. Creo que hasta la rubia
que iba en el asiento del acompañante era equipamiento de serie.
Siempre he dicho que yo estaría monísima en un BMW
descapotable paseando mi dorada melena al viento y dejando que el sol
de la Costa Brava me tueste la nariz, sin embargo el conductor parecía mucho más
feo y le sentaba fatal el color del coche. Vamos, en resumidas cuentas, que se
me estaba estaba comiendo la envidia.
De pronto, entre caída de baba y caída de baba, noto
que el tráfico se hace más lento. Retenciones. Veo a lo lejos que lo que
sucede es que hay un tractor con un remolque cargadito de paja (¿qué diantre
hacía en una carretera así?) tan ancho, tan ancho que tiene que ir apartándose
para permitir los adelantamientos, dado que el tráfico es también muy denso en
dirección contraria.
Poco a poco me voy acercando al tractor y justo, justo
cuando le toca al descapotable esperar su turno para adelantar, el viento
de mi tierra, la conocida Tramuntana, decide igualar las diferencias sociales
dándole un tinte poético a la justicia: Un par de ráfagas moviditas
empiezan a hacer saltar la paja del remolque del tractor, yendo a parar toda,
todita encima/dentro de aquella preciosidad con ruedas.
La siguiente ráfaga cubre de polvillo de paja al
conductor del coche que, pelín molesto, empieza a hacer unos gestos
muy elocuentes en dirección al tractor, acompañados de unas frases a
cierto volumen referidas concretamente a la madre del chófer y que no me atrevo
a reproducir aquí por si hay menores leyendo, pero que creo que a poco que nos
esforcemos, podremos recuperarlas de la memoria colectiva ya que su uso está
bastante extendido.
Quince segundos después, el tractor hace señales al BMW
para que adelante, y éste lo hace con el conductor aún agitando las manos
airado, envuelto en una nube de polvo, mientras la rubia que le
acompaña se sacude pelo y ropa y yo me desternillo al volante de mi coche azul,
normalito y con techo y llego a la conclusión de que, en este caso, prefiero NO
conducir ese descapotable y que, palabrita del niño Jesús: la envidia es muy
mala.
¡Dos cortados!
Domingo 9 de noviembre de hace ya unos añitos,
no muchos.
Es el segundo entreacto de Madama Butterfly y tras
haberme deshidratado llorando entre aria y aria, decidimos irnos a tomar un
cafetito mi cuñá y yo.
Aunque estamos en primera fila, a un kilómetro de la
cafetería del teatro, apenas ha llegado nadie y dado que tras la barra hay 4 o
5 personas, nos atienden de inmediato. Una señora bastante mayor nos sonríe
amablemente mientras le pedimos dos cortados descafeinados con leche natural.
Al cabo de unos segundos regresa con un botellín de
refresco en la mano y nos dice:
-¿La quieren de naranja o de limón?
– Emm…esto…eran dos cortados descafeinados y, si
puede ser, con la leche natural, gracias.
– Ay, sí, sí, nenas…ahora se los traigo.
Van pasando los minutos, la cafetería ahora ya está
llena de gente tomando refrescos, copas de cava, incluso cortados y nosotras
mirándonos con cara de bobas y pensando si Pinkerton y Cio Cio San tendrían el
detalle de esperar aún un ratito.
Se acerca un señor tras la barra y se dirige a las
personas que están a nuestro lado:
-¿Qué van a tomar?
-Mire, creo que estas dos chicas de aquí llevan un
buen rato esperando.
Y nosotras:
-Sí, sí mire: le hemos pedido un par de cortados
a aquella señora de allí, pero no los ha traído aún.
-¿No les ha servido? Mmmm… Fulanita, ¿no
les has puesto los cortados? (Cuchicheos raros entre ellos, yo creo que
hablaban de la Fanta de limón que la mujer pretendía servirnos) Bueno, no se
preocupen, se los traigo de inmediato.
-¡Meeecccc! (Dios. Primer aviso para volver a la sala)
Y yo:
-Cuñá, te voy a hacer una pregunta absurda: ¿le hemos
dicho a este otro señor que lo queríamos descafeinado?
-¡Agh! ¿Y lo de la leche natural?
Tras interminables minutos aparecen los dos cortados,
con todita su cafeína y ardiendo. Imposible acercar los labios al borde y desde
luego ni pensar en tragar esa lava abrasadora que cauterizaría cualquier úlcera
o lesión interna a su paso.
-¡Meeecccc! (Ayayayayayayyyy)
-Cuñá ¿te queda mucho? (casi sin voz debido a las
quemaduras de primer grado)
-No,no mucho. La mitad. (apenas audible, la pobre) ¿Y
a ti?
-A mí es que ya me da lo mismo, he perdido la
sensibilidad en la lengua hace rato.
-¡Meeecccc! (¡¡Aaaagghh!!)
Corriendo desesperadamente para llegar a nuestras
localidades antes de que el ridículo nos impida volver a sentarnos si
llega a sonar la primera nota; cabreada, y con la garganta
abrasada sólo puedo pensar que la próxima vez que vaya a la ópera, pido
directamente una Fanta de limón. Helada.
Los Instantes
cuando no tienen quien los viva,
cuando la renuncia
se adueña de la falsa sensación
de libertad,
cuando sin quererlo
se rompen los pocos lazos
que aún nos atan a la vida,
cuando se yerra la frase
y se añade un punto donde hubo una coma.
Los instantes mueren
cuando su fugacidad no importa,
cuando la distancia
empieza a tener kilómetros y nombres de calles,
cuando el tiempo
logra tener la apariencia de agujas de plata,
cuando las palabras
no pasan de ser verbos y adjetivos.
Duelo al sol
– ¿Cómo te encuentras, niña?
– Bues do esdoy buy segura. Sigo
gon fiebre, no buedo respidad y me duelen la gadganta y la gabeza un montón.
– ¿Quieres que te traiga otro
café con leche?
– Sí, pod favod, un gafé
galentito y un pad de Gelogatiles. Y otro baguete de gleenex, bracias.
…
Anda, tómatelo e intenta dormir un poco más, es lo que te sentará mejor.
– Sí, bracias. Goer , qué gribazo
bás inobortuno.
———-Entra
música de Ennio Morricone———–
El pueblo vacío. En la calle principal sólos él y yo a
una distancia prudencial, observándonos, midiéndonos, poniéndonos a prueba…
Agazapadas tras las ventanas de una casa, mis débiles
defensas. Más abajo, su banda de virus oportunistas nos miran desde la puerta
del Saloon. No se atreven a salir ni unos ni otros, están asustados, esperan el
momento en que uno de los dos flaqueemos para hacerse fuertes.
– Te lo advertí, forastero. Te dije que nos veríamos
las caras tú y yo a solas. Lo has intentado, me has atacado de todas las formas
posibles, pero no podrás conmigo.
Las dos cajas de Gelocatil brillaban bien sujetas en
las cartucheras mientras avanzaba hacia él. El reflejo de mi vaso de leche cegó
sus ojos por un momento y pude verlo como realmente era: débil, mezquino y
sí…asustado.
– No, no te voy a matar, no soy como tú, no me ensaño
con los caídos ni ataco con antibióticos por la espalda. Vete, coge a tu
pandilla y déjame en paz. Mañana a estas horas estaré dando clase y ni tú
ni nadie podrá impedirlo. Pareció dudar y envalentonarse por un
momento.
Sin apartar mis ojos de los suyos, desenfundé las dos
cajas de Gelocatil en un rápido movimiento, no tuvo tiempo ni de pestañear. Le
encañonaba y sabía que le tenía a mi merced.
– Es tu última oportunidad: Vete, vete…¡Vete!
———————————————-
– Mami, mami ¿qué te pasa?
– Ein?
– Estabas dormida, gritabas en
sueños…decías: "vete, vete" ¿Es que te encuentras peor, mami?
– Bues, bues…no, guriosabente me
enguentro mucho mejor. ¿He dorbido bucho?
– Uff, mami, casi tres horas. La
verdad es que sí tienes mejor cara y… ¿a ver? Sí, parece que ya no tienes
fiebre.
———-Entra de
nuevo Ennio Morricone———–
El pueblo seguía tan solitario como unas horas antes,
arbustos secos rodaban por la avenida principal empujados por el viento cálido.
Ya nadie contemplaba el duelo desde sus casas, ya no ocurría nada interesante
en las calles.
Enfundé de nuevo mis cajas de Gelocatil tras grabarles
dos muescas más, me calé el sombrero hasta los ojos y me dirigí al Saloon en
busca de mi zumo de naranja. Me dije que me merecía un homenaje con
vitamina C.
The End
La Plaza
Soñaba
Me despertó tu voz, tu aliento en mi cuello.
No fue un sobresalto, fue abandonar poco a poco la
voluptuosidad del sueño para caer en la sensualidad de tu
presencia.
Te toqué, busqué tu cara con mis manos. QUERIA
tocarte, pero no estabas. Un segundo antes habías susurrado mi nombre tan
cerca que habría podido leerlo sólo con el roce de tus labios sobre mi
piel. Siempre lo haces, siempre me dices cosas, siempre me hablas
despacito, suave, muy cerca…susurros.
A veces son palabras que ni comprendo, son apenas el
eco de los deseos, pero aún sin descifrarlas, entiendo su esencia. Ambos
hablamos el mismo idioma.
Cerré los ojos de nuevo, sabía que entonces volvería a
verte. Tan tangible, tan real como unos minutos antes.
Y entonces te oí de nuevo; me llamabas:
"Ven, ven…"
El dorso de tu mano rozaba mi cara, mi sien. Bajaba despacio por mi cuello y dibujaba sensaciones sobre mi hombro. Apenas un leve roce, apenas el anuncio de tu presencia. Tan esperada, tan deseada.
Me acerqué a ti, a tus ojos, a la mirada en la que
poco a poco me sumergía. Quería hundirme en ella; voluntariamente, ahogarme en
ella. Tu mirada me hipnotizaba, tus palabras eran como conjuros, el
roce de tus dedos era como pases mágicos, pura brujería.
No tenía otra opción que acercarme a ti, que dejarme
llevar, que volverme arena tibia entre tus manos, que dejarme modelar por tus
deseos. No tenía otra opción, no quería tenerla.
Levanté mis ojos y tú ocupabas todo mi horizonte, todo
lo que podía abarcar con la vista y desee que así fuese siempre, que mi
perspectiva estuviese ocupada por tu presencia tan cercana.
Alargué de nuevo mi mano hacia ti y esta vez sí, esta
vez podía tocarte, rozar tus párpados suaves con mis dedos, acariciar el
nacimiento de tu pelo, sentir el pulso en las sienes, recorrer el óvalo hasta
aprenderme todo su relieve.
Tu boca. Me sonreías. Me sonreías constantemente y yo
no podía dejar de mirarte, no podía apartar la vista de tu sonrisa; la imagen
que me persigue día y noche. Tu sonrisa que, como un imán, atrae a
la mía esté donde esté; tu sonrisa que me enamora.
La dibujé. Mientras te miraba, empecé a dibujar tu
sonrisa con mis dedos perfilando sus contornos, siguiendo su inclinación, sintiendo
en mis yemas la suavidad de tus labios, queriendo llevarme parte de ella y
poder aplicarla sobre los míos en cualquier momento en que tú no estuvieses. Te
dibujaba y no podía dejar de mirarte mientras lo hacía, no podía dejar de
pensar en la sed que me estaba produciendo rozar tus labios.
Los entreabriste brevemente, apenas para depositar
unos besos rápidos y suaves en mis dedos, apenas para sujetarlos
suavemente y yo insistí en mi caricia, insistí en acariciarlos ahora ya un poco
húmedos, más dúctiles, más cálidos.
Desee tus labios con la desesperación del perdido en
el desierto, del náufrago sin bebida, con sed de mil años. Y yo
supe también de tu sed. Alargué mi otra mano hasta tu cabeza, hasta sentir tu
pelo entre mis dedos, hasta asirme suave y firmemente a la seguridad de tu nuca
y te atraje levemente hacia mí.
Tú seguías jugando con mis sienes, con mi pelo que se
enredaba en tus manos, que trepaba por tus brazos como una enredadera que no
quisiera dejarte escapar. Lentamente desplazaste tu mano hacia mi boca, como
marcando una ruta, como marcando el punto exacto en el que descansar y te
dejaste atraer.
…Y entonces, en el radio-reloj, a las siete en
punto como cada día sonó una canción. Era Joaquín Sabina cantando:
“ Y la vida siguió
Como siguen las cosas
Que no tienen mucho sentido
Una vez me contó
Un amigo común que la vio
Donde habita el olvido”
Al sol del invierno
A veces basta un día, unas horas incluso, para
reconciliarse con uno mismo y con casi todo el entorno. Digo "casi"
porque cuando vuelvo a la realidad tras esas horas, la náusea al ver como se
desmorona el mundo es inmediata y recurrente al percibir que, en realidad, a
nadie le importa qué suceda.
Así y todo, esos descansos en la propia vida acaban
siendo lo que la conforman.
El mío de semanas atrás tuvo lugar, como
casi todos los que valen la pena, de un modo no planeado. Improvisado, según
iba pasando.
Hacía un día magnífico, aún de invierno. Frío sí, pero
de esos días soleados que abundan en esta zona y en los que puedes sentir una
diferencia importante de temperatura cambiando de la acera sombreada a la que
recibe la luz del sol.
Tras unos días de trabajo agotador, apetecía
mucho salir a respirar el mar, así que después de proceder al cónclave
familiar, decidimos acercanos a Roses con idea de tomar algo en el muelle
o en el paseo. Nada, cosa de un par de horas. Un pequeño respiro.
O esa era la idea.
Tras pasar el puerto deportivo recordé que desde el
muelle de pescadores hay un camino excavado en las rocas que une Roses con
Canyelles y me apeteció caminar un poco hasta llegar al faro, así que dejamos
el coche y empezamos a caminar. Llegados al faro seguimos caminando y haciendo
alguna foto de vez en cuando, caminando más, caminando más… la temperatura era
fantástica y ya molestaban las chaquetas. Eso y que el estómago empezaba a
pedir socorro, nos avisó de que era ya tarde. Muy tarde.
Vuelta al coche a paso forzado y, tras un par de
indecisiones, comimos en un restaurante de por allí con más prisa que hambre.
Estábamos saboreando el café calentito cuando a través de los cristales vi a lo
lejos las cúpulas del Pení** y comenté que llevo viéndolas toda mi vida
y no tengo ni una foto de ellas, ni las nuevas ni las viejas.
"Pues vamos a acercarnos un par de kilómetros y
las fotografías" fue la respuesta. Y ahí nos tienes, los tres al coche y
montaña arriba.
En mi tierra lo curioso de las montañas no es su
altura, que no es demasiada (si exceptuamos, claro, los Pirineos) sino que el
que diseñó las carreteras quiso ahorrar materiales y en vez de ir rodeando los
contornos, las hizo todas serpenteantes y verticales. Hay algunas
subidas de esas que piensas que si pierdes el control del coche, frenas
en Murcia.
Total, que como antes por el paseo: subiendo,
subiendo, llevábamos ya una docena de kilómetros cuesta arriba; creo que
estábamos ya en la antesala del fin del mundo. Y no pudimos subir más porque un
cartel que ponía: "zona militar, acceso restringido" nos aconsejaba
quedarnos donde estábamos.
Y estábamos exactamente a la altura de las cúpulas.
Las miré, las fotografié e inmediatamente me olvidé de ellas: La
vista desde la cima del Pení es increíble. Una de las cosas más impresionantes
que he visto en mi vida. Tienes la sensación de estar por encima del resto del
mundo. De un mundo pequeño ya que lo único que se ve, excepto el monte sobre el
que tengo puestos los pies, es el mar, muy abajo y rodeándote
por las tres cuartas partes del campo de visión; y el valle de
L’Empordà, kilómetros de extensión lisa y llana delimitados al fondo por la
inmensa cortina blanca de los Pirineos cubiertos de nieve. Da la impresión
de que más allá del mar y las montañas no hay nada.
Haciendo fotos en la cumbre, no sin cierta dificultad
ya que el fuerte viento me desplazaba la cámara y el frío cortante me
congelaba los dedos, dirigí la mirada a los pueblos de la costa,
kilómetros más abajo. Entonces vi la manchita formada por casas blancas sobre
el verde y el azul y pensé: un cafetito en Cadaquès.
Y allí nos fuimos. Otra quincena de kilómetros
traducidos en curvas infames y subidas y bajadas espantosas; sólo que
justo al entrar en Cadaquès, pospusimos el café al recordar que
hacía años que no íbamos a Port Lligat, así que más curvas y más subidas.
Era/es como si no hubiese pasado el tiempo: las
mismas casas, las de los pescadores, la del Genio. Las mismas barquitas de
colores, el embarcadero de pizarra, las calles y paredes excavadas en la
montaña donde nace esa pizarra y sobre todo, por encima de todo, la serenidad,
el silencio, la tranquilidad impagable. Ni siquiera los típicos visitantes de
la casa de Dalí rompían el encanto. Respetuosos con el ambiente o quizá tan
sobrecogidos por él como yo, no elevaban sus voces más allá de lo
imprescindible.
No entré en la casa, la conocía ya, pero sí quise
sentarme unos minutos en el suelo del embarcadero. Imaginé a Gala, Éluard,
Magritte, Goemans, Buñuel y los demás llegando por mar a la casa donde
habían sido invitados. Por mar, sí, porque si hoy en día es una carretera
casi suicida, no quiero pensar lo que debía ser en 1929.
Decidimos que tocaba ya ese café en Cadaquès y volvimos. Café, paseo por la playa y por cuarta vez en un único día, la misma sensación de paz con el mundo: Empezaba a ponerse el sol muy despacio, algunas zonas de la bahía estaban ya en sombras mientras otras brillaban en rojo. El frío era ya intenso y ya no me atrevía apenas a sacar la cámara por no quitarme los guantes, pero así y todo no pude resistirme al encanto de la pequeña playa de Cadaquès con su arena gris de pizarra, su agua increíblemente quieta, más lisa que cualquier espejo, plateada…
Y luego, el viaje de vuelta en dirección Oeste, una
curiosa carrera con el sol. Él intentando ocultarse de nuestra vista y nosotros
más veloces, manteniendo la distancia hasta casi llegar a destino, dejando
atrás la oscuridad y persiguiendo hasta el último rayo entre subidas y bajadas
de montaña.
La previsión del tiempo en la radio del
coche, indicaba que esos días se acercaba un frente aún más frío pero,
sinceramente, me importó un bledo. Las sensaciones de calidez al sol,
bienestar, serenidad y paz que tuve ese día, en esa pequeña e improvisada
escapada, me van a durar días y días.
O una vida, mientras contemplo las fotos.
** El Pení es
un monte de unos 600 metros cercano a Roses desde el que se divisa toda
la bahía. Estratégicamente enclavado por encima del Cap de Creus, fue el lugar
elegido a finales de los 50 para instalar una estación de vigilancia
aérea. Curiosamente con los años se ha añadido al paisaje empordanès, ya
que su característica principal son dos gigantescas esferas geodésicas visibles
desde kilómetros a la redonda, construídas en fibra para proteger las
antenas y radares de las inclemencias del tiempo.
Memento Mori
Lo he dicho muchas veces y suena
a mantra, pero no es más que la verdad: Adoro leer, amo la literatura, necesito
la lectura e incluso me definiría como compradora compulsiva de libros, porque
compro tantos que luego no doy abasto a leerlos.
Eso sí, los cuido, les hablo
desde el primer momento, desde que en la tienda uno de ellos me llama. Porqué
me llaman, de eso estoy segura. Los acaricio, los abro, los cierro, los vuelvo
a acariciar y en ese momento lo sé.
Cuando veo a los niños entrar en
las tiendas de chuches o en las jugueterías y contemplo su expresión extasiada,
como de haber llegado por fin al paraíso, pienso que la mía se debe parecer
mucho a ésa cuando entro en una buena librería o tropiezo con el escaparate de
una de ésas de viejo: antiguas, abarrotadas, mágicas en fin. (Otro día contaré
lo que fue para mí entrar en el Shakespeare and Co de París...)
A lo que iba: soy catalana y aquí
el Día del Libro (Sant Jordi) se celebra con especial fuerza siendo regalo
obligado junto a las rosas. Las ramblas y paseos de las ciudades se llenan de
paradas de venta de flores y libros. Evidentemente mi ciudad, aunque pequeña,
no es menos y ocurre lo propio. He contado mil veces la sensación
tan magnífica que siento ese día paseando, rodeada de esas docenas
de paradas de libros, sabiendo que mire en la dirección que mire, sólo veo
cabezas, libros y rosas. Pero tengo que admitir que todo eso está muy bien
porque es Sant Jordi y por la obligación del regalo, pero en realidad
cualquier otro día voy a la librería y compro lo mismo eligiendo con más calma
así que… no. Falta la magia.
Hay un día que me gusta mucho
más, que disfruto plenamente. Es pocos días más tarde: el tres de mayo, fiesta
local. Ese día se organiza aquí una Feria del Libro Viejo y de Ocasión; la
Plaça de Catalunya se llena de lado a lado de paradas de libreros de viejo. Una
maravilla: El papel, la tinta, el cuero de las portadas, huelen a cien
metros y se encuentran verdaderos tesoros.
Es mi día preferido en todo el
año; me da igual que llueva, que truene, no me importa llevar
compañía o ir sola. En cualquier caso NO estoy para nadie: en
cuanto inicio la revisión, parada por parada, dejo de existir para el mundo, y
el mundo deja de existir para mí.
El caso es que, si a todo eso
sumamos que mi despiste es descomunal, increíble, proverbial, asombroso,
inaudito y digno de salir en la Wikipedia como definición y con mi foto al
lado, pues…ocurren cosas como la que ocurrió ese día de hace ya muchos años: el tres
de mayo del 2004.
Ya llevaba casi dos horas
embebida en mi búsqueda, acariciando libros, leyendo reseñas, eligiendo (siendo
elegida), cuando me acerqué a otra parada en la que había visto un importante
apartado de poesía. Era como la cueva del tesoro para un pirata.
Tenía un poemario en las manos
cuando justo al lado de ese apartado, un nombre en el lomo de un libro llamó mi
atención: Antonio Rabinad. Yo había leído La Monja Libertaria (en el que se
basó la película Libertarias) La Transparencia, Los contactos furtivos y alguna
cosa más, pero me había quedado con las ganas de leer su gran obra: Memento
Mori, una maravillosa radiografía de Barcelona durante la guerra y la
postguerra.
El caso es que ese título estaba
ahí, mirándome directamente a los ojos, así que sin soltar la Antología de
poesía inglesa que tenía en la mano derecha hice lo que hago siempre, acaricié
Memento Mori con la izquierda, lo acaricié como siempre acaricio los libros,
con respeto, en una primera toma de contacto, como buscando una respuesta, para
saber si quiere venirse conmigo.
En ese momento se me acercó el
vendedor y, reconozco que cuando estoy entre libros pierdo -entre otras cosas-
la educación y las buenas maneras porque le saludé, dándole los buenos días sin
mirarle a la cara más que una fracción de segundo, totalmente absorta en los
dos libros que tenía en las manos. Y en una muestra más de ese despiste
que tengo, sólo vi de pasada la barba blanca de un señor mayor de
aspecto venerable. Nada más.
Me preguntó por mi elección y le dije que la Antología de poesía inglesa era casi una necesidad, que adoro la poesía y que ésa era completísima. Entonces él me buscó una edición más nueva, impecable, del mismo libro y me comentó que la elección era perfecta, que era una buena antología. Respecto a Rabinad, me dijo:
-¿Le conoces?
-Sí, sí. He leído algunas de sus
obras y me ha encantado; por lo tanto, no me puede faltar Memento Mori, creo
que me gustará.
-Y creo que tú le vas a gustar a
ella.
Me quitó el libro de la mano
suavemente y yo creí que era para envolverlo o meterlo en una bolsa o
algo así…
-¿Cómo te llamas?
- Paloma
Respondí sin pestañear, leyendo
mientras tanto la contraportada de la Antología de poesía, y sin
cuestionarme por qué un señor desconocido me preguntaba mi nombre. Entonces vi
que abría el libro, garabateaba algo en él y me lo devolvía mientras me decía
que me había visto acariciar los libros y le había llegado ese gesto, había notado mi sentimiento. Atónita aún, abrí de nuevo el
libro y:
"Para Paloma que hoy se
asomó a mi ventana.
Con todo mi aprecio.
Antonio Rabinad"
Tardé aún unos segundos en darme
cuenta de lo que había pasado y en asociar que la cara de aquel señor mayor tan
agradable, era exactamente la misma que había visto otras veces en las
solapillas o en la contraportada de los libros, y lo que es peor: que hacía
unos minutos que le había mirado, con su fotografía ante mis narices y ese
estar en las nubes que me caracteriza impidió que me diese cuenta.
Lo cierto es que le agradecí
mucho el detalle y él siguió luego hablándome de poesía como el amante del
género que era. Fue una auténtica delicia. Un momento inolvidable.
Antonio Rabinad falleció cinco
años después de ese día y leyendo su biografía supe que durante muchísimos años
y hasta el día de su fallecimiento, tuvo una parada dominical de libros de
ocasión en el Mercat de Sant Antoni de Barcelona.
Yo me asomé a su ventana a
unos 150 kilómetros de allí y hoy necesito releer Memento Mori. Y recordarle.
Sin título (ni lo tendrá)
los barrotes de los días,
los alarga a su antojo
o no, quién sabe.
Es posible que resistan,
indemnes, las tormentas
e invasiones
convertidos en poemas
o en tulipanes.
Con cada dolor de cabeza
se estrena un verso,
azul casi siempre
como las lágrimas
y los peces.
Placidez
Apenas hace unos minutos que me he despertado.
Estoy remoloneando en la cama…expandiéndome,
sintiéndola toda mía, buscando los rincones aún fresquitos , ésos que no se
tocan desde hace horas.
Hoy hace calor; Ya hace días que la temperatura es
algo más cálida incluso por la mañana. Supongo que lo noto más porque es más
tarde de lo habitual.
Son casi las diez, y aquí sigo: meciéndome aún en la
duermevela, en el placer y la voluptuosidad de la pereza.
Esta es una hora plácida, no tengo prisa, nada me
reclama, nadie me reclama.
La luz que se filtra por las persianillas de aluminio
es de color cobre, como las propias láminas de la persiana y dibuja en el aire
haces de colores cargados de polvo de hadas. Casi dan ganas de cerrar los
ojos y pedir un deseo.
Es una hora mágica. A lo mejor, además de
las hadas, aparecen gnomos por detrás de la ropa colgada en el galán de noche,
como en un bosque. O quizá, si bajo los pies al suelo, un monstruo me cogerá
por el tobillo desde debajo de la cama y me arrastrará a una cueva secreta,
maravillosa, llena de misterios y tesoros, quizá la cueva de un dragón, quizá
incluso la de Smaug. O posiblemente se abran las puertas del armario y aparezca
una bruja, pero una bruja buena, de esas que lo saben todo, que no necesitan
apenas hechizos ni artículos mágicos. Incluso es posible que, de pronto,
aparezca un conejo blanco con prisa, con mucha prisa…
Cualquier cosa puede pasar a esta hora, mientras sigo
dando vueltas, abrazándome a la almohada, recreándome en la placidez.
Suena una música muy leve, quizá un vecino bailarín, o
la tele en el salón; no lo sé. No voy a averiguarlo tampoco, no me
apetece. Es otra dimensión.
Quiero quedarme en este mundo mágico que ha propiciado el polvo de hadas, donde mi cama está en el bosque, bajo un dosel de hojas, donde el único sonido es el trino de los pájaros y la flauta de algún juglar lejano, donde el edredón que me cubre está formado por flores, hojas secas, ramitas tiernas. Quiero volver al sueño y llevarme este paisaje conmigo… volver a dormir, volver a caer en la placidez.
El ataque
Lo peor fue la sorpresa. En estos casos siempre es la sorpresa.
El día había amanecido brillante, caluroso, asfixiante, pero lo estábamos
sobrellevando con la resignación del que día a día sufre el mismo
asedio; del que se acostumbra a la misma indumentaria, a la misma pesada
carga que hay que arrastrar de posición en posición.
Reinaba una tranquilidad aparente aunque en ningún momento habíamos dejado
de estar alertas. Va con el oficio.
Yo me hallaba en la retaguardia, un poco a cubierto junto a unos arbustos.
Unos olivos nos ofrecían su sombra tan necesaria como el agua que,
hallándose a pocos metros, no podíamos beber. Nadie osaba moverse, el día iba a
ser largo y era preciso tener planeado hasta el último de los movimientos.
Así y todo, la mañana iba transcurriendo sin novedad. Si alzaba un poco la
vista de los papeles que me ocupaban, podía ver a algunos de los otros
grupos junto a sus mandos. Todos ellos agazapados en sus posiciones, quizá
demasiado relajados para el momento, indolentes incluso.
De repente, no sé bien cuál fue el motivo, una voz de alerta sonó en mi
mente; la experiencia es un grado, dicen, y en ese instante yo pude oler
el peligro.
Dejé la documentación a un lado y rápidamente reuní a mi gente para
expresarles lo que, en ese momento era más una intuición que una certeza.
El horizonte estaba limpio, no se veía más movimiento que el de algún
miembro de los grupos que nos acompañaban: desplazamientos lentos y sigilosos,
conocidos, pero así y todo…
Percibí en las miradas de los míos un leve signo de incredulidad, podía
oírles pensar: "tantas horas al sol empiezan a hacerle mella en el
cerebro" pero, al fin y al cabo, eran del oficio también así que
inmediatamente se pusieron manos a la obra. Desde mi posición les oí empezar a
repartir órdenes, moverse, apresurarse.
Mi gente y la de Constans fueron los primeros en alcanzar las nuevas
posiciones, replegados en los parapetos. Casi a salvo.
Tuve miedo, lo admito. Veía la lentitud con la que los demás hacían lo
propio, cada segundo se me antojaba eterno y toda la escena parecía ocurrir
como en una película a cámara lenta mientras mi sexto sentido me
impulsaba a gritar: ¡Todos a cubierto! ¡¡Ahora, demonios, ahora… a
cubierto!!
Y entonces ocurrió:
Al principio caían como lanzadas al azar, como sin demasiada convicción.
Sólo unos pocos recibieron su impacto, los que aún estaban lejos de las
posiciones seguras. Pero inmediatamente el ataque se recrudeció, la zona se
convirtió en una trampa y nadie estuvo a salvo.
Asistí impotente a la caída de varios de los más jóvenes, aquello era una
locura… Gritábamos todos: de puro terror unos, apremiándoles otros.
Yo había puesto a salvo a unos cuantos y seguía desgañitándome, gritando,
cubriéndoles sin saber exactamente cómo ni con qué, ya que no conseguía ver el
origen de aquel infierno que caía sobre nosotros. Estaba casi al límite de mis
fuerzas.
Unos segundos después estábamos casi todos a cubierto, asustados aún,
mirando en todas direcciones pero medianamente seguros en el refugio. Era un
buen momento para reagruparse. Hicimos un rápido recuento de bajas y di gracias
al constatar que eran mínimas.
De pronto se oyó un grito agónico: "¡NOOOO!" y pude ver atónita
como uno de los nuestros corría desesperado hacia uno de los bultos informes
que se hallaban en campo abierto, a unos metros de nuestra posición. Nadie pudo
detenerle cuando se abalanzó y cubrió con su propio cuerpo aquella masa
empapada.
Por un segundo, como si el cielo quisiese ofrecer una tregua, todo fue
silencio. Todo fue quietud, nada se oía excepto su voz gritando:
– Coño, Jonathan, que te dije que te trajeses pal entoldao las bolsas con
las toallas, que mira como se han puesto con la lluvia. Con la que está cayendo
y tú ahí atontao, que a ver con qué nos secamos ahora pa ir a casa. Anda pasa
palante que tu padre te va a poner bueno.
Volvió empapada hasta el toldo de la terraza del restaurante donde nos
habíamos cobijado los demás en cuanto empezaron a caer las primeras gotas,
algunos dejando en la huida toallas, ropa, revistas, etc.
Traía en una mano una bolsa enorme que soltaba agua por todas las fibras y
con la otra mano sujetaba a un chaval de unos diez años que miraba asustado a
su madre, sabiendo que se la iba a ganar en cuanto no hubiese público.
La mujer se sentó en una butaca de plástico frente a la piscina,
encendió un cigarrillo y nos miró a todos con expresión de triunfo, la
expresión del que se lo juega todo a una carta y vuelve victorioso:
El rostro del héroe.
La Final
Antes de empezar, advierto que este texto es del
2009, pero necesito compartirlo ahora, hoy, porque en pocos días se cumplirán
años de la ausencia del guerrero al que se lo dediqué.
Le quise, le adoré, le quiero a diario y no se me
ocurre mejor manera de llorarle.
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Viéndole avanzar, moverse, subir y bajar del coche, cualquiera se preguntaría si ese bastón en que se sostiene constantemente es realmente un apoyo o un engorro.
Su caminar es cada día más lento e inseguro. Cansado.
Anuladas las prisas por el tiempo, gastada la energía
por la propia vida, se sienta unos minutos en el banco a reponer fuerzas para
recorrer los metros que le separan del coche. No quiere que yo vaya a
recogerle, no quiere causar molestias, dice él. Y se hace el valiente y sigue
caminando.
En el fondo le conviene, así que se apoya de nuevo en
su bastón mágico y avanza despacito hasta el coche.
Conduce él, faltaría más. Una cosa es que le duela
todo el cuerpo al andar y otra que no pueda hacer treinta o cuarenta kilómetros
al volante. Y la verdad es que lo hace bien.
A su edad tiene aún unos reflejos increíbles y cuando
le veo adelantar en la autopista siempre le digo que conduce como Fernando
Alonso. "Mejor aún", responde sonriendo. "Sí, pero yo
aparco que te mueres", añado. Y me da la razón.
La broma siempre es la misma: él debería conducir por
carretera y llegados a destino, yo aparcaría. Soy capaz de meter el coche
en cualquier hueco, por minúsculo que sea. Somos un buen equipo.
Han sido seis meses de carretera contínua, de viajes
casi diarios al hospital, de pruebas, de visitas médicas, de tratamientos
largos y dolorosos, pero también de charlas, de complicidades…de compartirnos.
Hemos hablado de política, hemos seguido la Liga
exhaustivamente e incluso se ha puesto de mi parte cuando jugaba el
Barça; él que es colchonero desde que vió la luz en Madrid hace ya setenta
y cinco años.
Hemos comentado cada gol de la Selección, cada resto
de Nadal en Roland Garros y ahora andamos los dos pendientes de lo que hará el
chaval el domingo ante Federer.
A lo mejor estamos tan atentos a la final de Wimbledon
para no decirnos frente a frente que en realidad la final que nos preocupa es
la del encuentro papá-quirófano del martes ocho de julio. Del partido más
importante de su carrera de corredor vital. Del más importante de su
vida…y de la mía.
Así que una vez más formaremos equipo: tras tantos
meses de entrenamiento y puesta a punto, él hará su carrera, sorteará todos los
obstáculos, adelantará a todo lo que se mueva y yo intentaré que se sienta
seguro, respaldado.
Aparcaré como siempre: cuidadosamente, sin arañar la
chapa, por complicado que sea. La retaguardia, los mecánicos y los
boxes son cosa mía. Él tiene que seguir corriendo.
Y ríete tú de Fernando Alonso y de la escudería
de Renault.
Amanece miércoles
Miércoles. Inevitablemente miércoles. Me
gusta la incoherencia de que el día empiece de noche. De que una fecha no
arranque desde el instante en que sale el sol,
Lunes, martes, nombres…
Días que nacen de noche,
que deambulan por la vida,
que nos visten y desnudan,
días, inevitables días.
Y este miércoles que tiene
recuerdos de dios viajero,
que se mueve entre la nube
y el calor.
Este miércoles de aroma,
de recuerdo, de deseos.
Este miércoles que avanza
despacio, entre las rocas,
firme y constante
como el viento que busca
el faro
y no se detiene ante el vacío
del abismo.
Esta luz que le acompaña
mientras abre
sus manos entumecidas
al mundo,
mientras acoge en su tiempo
las velas de los marinos,
y el placer de los amantes.
Este miércoles que evoca
añoranzas de futuro,
de espacios compartidos
en un azul de vereda
con olor de frío dulce
por la ruta del invierno.
Paloma G.