sábado, agosto 18

Soñaba

Me despertó tu voz, tu aliento en mi cuello.

No fue un sobresalto, fue abandonar poco a poco la voluptuosidad del sueño para caer en la sensualidad de tu presencia.  

Te toqué, busqué tu cara con mis manos. QUERIA tocarte, pero no estabas. Un segundo antes habías susurrado mi nombre tan cerca que habría podido leerlo sólo con el roce de tus labios sobre mi piel.  Siempre lo haces, siempre me dices cosas, siempre me hablas despacito, suave, muy cerca…susurros.

A veces son palabras que ni comprendo, son apenas el eco de los deseos, pero aún sin descifrarlas, entiendo su esencia. Ambos hablamos el mismo idioma.

Cerré los ojos de nuevo, sabía que entonces volvería a verte. Tan tangible, tan real como unos minutos antes.  

Y entonces te oí de nuevo; me llamabas:  "Ven, ven…"

El dorso de tu mano rozaba mi cara, mi sien. Bajaba despacio por mi cuello y dibujaba sensaciones sobre mi hombro. Apenas un leve roce, apenas el anuncio de tu presencia. Tan esperada, tan deseada.

Me acerqué a ti, a tus ojos, a la mirada en la que poco a poco me sumergía. Quería hundirme en ella; voluntariamente, ahogarme en ella.  Tu mirada me hipnotizaba, tus palabras eran como conjuros, el roce de tus dedos era como pases mágicos, pura brujería.

No tenía otra opción que acercarme a ti, que dejarme llevar, que volverme arena tibia entre tus manos, que dejarme modelar por tus deseos.   No tenía otra opción, no quería tenerla.

Levanté mis ojos y tú ocupabas todo mi horizonte, todo lo que podía abarcar con la vista y desee que así fuese siempre, que mi perspectiva estuviese ocupada por tu presencia tan cercana.

Alargué de nuevo mi mano hacia ti y esta vez sí, esta vez podía tocarte, rozar tus párpados suaves con mis dedos, acariciar el nacimiento de tu pelo, sentir el pulso en las sienes, recorrer el óvalo hasta aprenderme todo su relieve.

Tu boca. Me sonreías. Me sonreías constantemente y yo no podía dejar de mirarte, no podía apartar la vista de tu sonrisa; la imagen que me persigue día y  noche. Tu sonrisa que, como un imán,  atrae a la mía esté donde esté; tu sonrisa que me enamora.

La dibujé. Mientras te miraba, empecé a dibujar tu sonrisa con mis dedos perfilando sus contornos, siguiendo su inclinación, sintiendo en mis yemas la suavidad de tus labios, queriendo llevarme parte de ella y poder aplicarla sobre los míos en cualquier momento en que tú no estuvieses. Te dibujaba y no podía dejar de mirarte mientras lo hacía, no podía dejar de pensar en la sed que me estaba produciendo rozar tus labios.

Los entreabriste brevemente, apenas para depositar unos besos rápidos  y suaves en mis dedos, apenas para sujetarlos suavemente y yo insistí en mi caricia, insistí en acariciarlos ahora ya un poco húmedos, más dúctiles, más cálidos.

Desee tus labios con la desesperación del perdido en el desierto, del náufrago sin bebida, con sed de mil años.  Y yo supe también de tu sed. Alargué mi otra mano hasta tu cabeza, hasta sentir tu pelo entre mis dedos, hasta asirme suave y firmemente a la seguridad de tu nuca y te atraje levemente hacia mí.

Tú seguías jugando con mis sienes, con mi pelo que se enredaba en tus manos, que trepaba por tus brazos como una enredadera que no quisiera dejarte escapar. Lentamente desplazaste tu mano hacia mi boca, como marcando una ruta, como marcando el punto exacto en el que descansar  y te dejaste atraer.                                           

 …Y entonces, en el radio-reloj, a las siete en punto como cada día sonó una canción. Era Joaquín Sabina cantando:

“ Y la vida siguió
Como siguen las cosas
Que no tienen mucho sentido 
Una vez me contó
Un amigo común que la vio
Donde habita el olvido”

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