A veces basta un día, unas horas incluso, para
reconciliarse con uno mismo y con casi todo el entorno. Digo "casi"
porque cuando vuelvo a la realidad tras esas horas, la náusea al ver como se
desmorona el mundo es inmediata y recurrente al percibir que, en realidad, a
nadie le importa qué suceda.
Así y todo, esos descansos en la propia vida acaban
siendo lo que la conforman.
El mío de semanas atrás tuvo lugar, como
casi todos los que valen la pena, de un modo no planeado. Improvisado, según
iba pasando.
Hacía un día magnífico, aún de invierno. Frío sí, pero
de esos días soleados que abundan en esta zona y en los que puedes sentir una
diferencia importante de temperatura cambiando de la acera sombreada a la que
recibe la luz del sol.
Tras unos días de trabajo agotador, apetecía
mucho salir a respirar el mar, así que después de proceder al cónclave
familiar, decidimos acercanos a Roses con idea de tomar algo en el muelle
o en el paseo. Nada, cosa de un par de horas. Un pequeño respiro.
O esa era la idea.
Tras pasar el puerto deportivo recordé que desde el
muelle de pescadores hay un camino excavado en las rocas que une Roses con
Canyelles y me apeteció caminar un poco hasta llegar al faro, así que dejamos
el coche y empezamos a caminar. Llegados al faro seguimos caminando y haciendo
alguna foto de vez en cuando, caminando más, caminando más… la temperatura era
fantástica y ya molestaban las chaquetas. Eso y que el estómago empezaba a
pedir socorro, nos avisó de que era ya tarde. Muy tarde.
Vuelta al coche a paso forzado y, tras un par de
indecisiones, comimos en un restaurante de por allí con más prisa que hambre.
Estábamos saboreando el café calentito cuando a través de los cristales vi a lo
lejos las cúpulas del Pení** y comenté que llevo viéndolas toda mi vida
y no tengo ni una foto de ellas, ni las nuevas ni las viejas.
"Pues vamos a acercarnos un par de kilómetros y
las fotografías" fue la respuesta. Y ahí nos tienes, los tres al coche y
montaña arriba.
En mi tierra lo curioso de las montañas no es su
altura, que no es demasiada (si exceptuamos, claro, los Pirineos) sino que el
que diseñó las carreteras quiso ahorrar materiales y en vez de ir rodeando los
contornos, las hizo todas serpenteantes y verticales. Hay algunas
subidas de esas que piensas que si pierdes el control del coche, frenas
en Murcia.
Total, que como antes por el paseo: subiendo,
subiendo, llevábamos ya una docena de kilómetros cuesta arriba; creo que
estábamos ya en la antesala del fin del mundo. Y no pudimos subir más porque un
cartel que ponía: "zona militar, acceso restringido" nos aconsejaba
quedarnos donde estábamos.
Y estábamos exactamente a la altura de las cúpulas.
Las miré, las fotografié e inmediatamente me olvidé de ellas: La
vista desde la cima del Pení es increíble. Una de las cosas más impresionantes
que he visto en mi vida. Tienes la sensación de estar por encima del resto del
mundo. De un mundo pequeño ya que lo único que se ve, excepto el monte sobre el
que tengo puestos los pies, es el mar, muy abajo y rodeándote
por las tres cuartas partes del campo de visión; y el valle de
L’Empordà, kilómetros de extensión lisa y llana delimitados al fondo por la
inmensa cortina blanca de los Pirineos cubiertos de nieve. Da la impresión
de que más allá del mar y las montañas no hay nada.
Haciendo fotos en la cumbre, no sin cierta dificultad
ya que el fuerte viento me desplazaba la cámara y el frío cortante me
congelaba los dedos, dirigí la mirada a los pueblos de la costa,
kilómetros más abajo. Entonces vi la manchita formada por casas blancas sobre
el verde y el azul y pensé: un cafetito en Cadaquès.
Y allí nos fuimos. Otra quincena de kilómetros
traducidos en curvas infames y subidas y bajadas espantosas; sólo que
justo al entrar en Cadaquès, pospusimos el café al recordar que
hacía años que no íbamos a Port Lligat, así que más curvas y más subidas.
Era/es como si no hubiese pasado el tiempo: las
mismas casas, las de los pescadores, la del Genio. Las mismas barquitas de
colores, el embarcadero de pizarra, las calles y paredes excavadas en la
montaña donde nace esa pizarra y sobre todo, por encima de todo, la serenidad,
el silencio, la tranquilidad impagable. Ni siquiera los típicos visitantes de
la casa de Dalí rompían el encanto. Respetuosos con el ambiente o quizá tan
sobrecogidos por él como yo, no elevaban sus voces más allá de lo
imprescindible.
No entré en la casa, la conocía ya, pero sí quise
sentarme unos minutos en el suelo del embarcadero. Imaginé a Gala, Éluard,
Magritte, Goemans, Buñuel y los demás llegando por mar a la casa donde
habían sido invitados. Por mar, sí, porque si hoy en día es una carretera
casi suicida, no quiero pensar lo que debía ser en 1929.
Decidimos que tocaba ya ese café en Cadaquès y volvimos. Café, paseo por la playa y por cuarta vez en un único día, la misma sensación de paz con el mundo: Empezaba a ponerse el sol muy despacio, algunas zonas de la bahía estaban ya en sombras mientras otras brillaban en rojo. El frío era ya intenso y ya no me atrevía apenas a sacar la cámara por no quitarme los guantes, pero así y todo no pude resistirme al encanto de la pequeña playa de Cadaquès con su arena gris de pizarra, su agua increíblemente quieta, más lisa que cualquier espejo, plateada…
Y luego, el viaje de vuelta en dirección Oeste, una
curiosa carrera con el sol. Él intentando ocultarse de nuestra vista y nosotros
más veloces, manteniendo la distancia hasta casi llegar a destino, dejando
atrás la oscuridad y persiguiendo hasta el último rayo entre subidas y bajadas
de montaña.
La previsión del tiempo en la radio del
coche, indicaba que esos días se acercaba un frente aún más frío pero,
sinceramente, me importó un bledo. Las sensaciones de calidez al sol,
bienestar, serenidad y paz que tuve ese día, en esa pequeña e improvisada
escapada, me van a durar días y días.
O una vida, mientras contemplo las fotos.
** El Pení es
un monte de unos 600 metros cercano a Roses desde el que se divisa toda
la bahía. Estratégicamente enclavado por encima del Cap de Creus, fue el lugar
elegido a finales de los 50 para instalar una estación de vigilancia
aérea. Curiosamente con los años se ha añadido al paisaje empordanès, ya
que su característica principal son dos gigantescas esferas geodésicas visibles
desde kilómetros a la redonda, construídas en fibra para proteger las
antenas y radares de las inclemencias del tiempo.
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