sábado, agosto 18

Al sol del invierno

A veces basta un día, unas horas incluso, para reconciliarse con uno mismo y con casi todo el entorno. Digo "casi" porque cuando vuelvo a la realidad tras esas horas, la náusea al ver como se desmorona el mundo es inmediata y recurrente al percibir que, en realidad, a nadie le importa qué suceda.

Así y todo, esos descansos en la propia vida acaban siendo lo que la  conforman.

El mío de semanas atrás  tuvo lugar, como casi todos los que valen la pena, de un modo no planeado. Improvisado, según iba pasando.

Hacía un día magnífico, aún de invierno. Frío sí, pero de esos días soleados que abundan en esta zona y en los que puedes sentir una diferencia importante de temperatura cambiando de la acera sombreada a la que recibe la luz del sol.

Tras unos días de trabajo agotador,  apetecía mucho salir a respirar el mar, así que después de proceder al cónclave familiar,  decidimos acercanos a Roses con idea de tomar algo en el muelle o en el paseo. Nada, cosa de un par de horas. Un pequeño respiro.

O esa era la idea.

Tras pasar el puerto deportivo recordé que desde el muelle de pescadores hay un camino excavado en las rocas que une Roses con Canyelles y me apeteció caminar un poco hasta llegar al faro, así que dejamos el coche y empezamos a caminar. Llegados al faro seguimos caminando y haciendo alguna foto de vez en cuando, caminando más, caminando más… la temperatura era fantástica y ya molestaban las chaquetas. Eso y que el estómago empezaba a pedir socorro, nos avisó de que era ya tarde. Muy tarde.

Vuelta al coche a paso forzado y, tras un par de indecisiones, comimos en un restaurante de por allí con más prisa que hambre. Estábamos saboreando el café calentito cuando a través de los cristales vi a lo lejos las cúpulas del Pení** y comenté que llevo viéndolas toda mi vida y no tengo ni una foto de ellas, ni las nuevas ni las viejas.

"Pues vamos a acercarnos un par de kilómetros y las fotografías" fue la respuesta. Y ahí nos tienes, los tres al coche y montaña arriba.

En mi tierra lo curioso de las montañas no es su altura, que no es demasiada (si exceptuamos, claro, los Pirineos) sino que el que diseñó las carreteras quiso ahorrar materiales y en vez de ir rodeando los contornos, las hizo todas serpenteantes y verticales. Hay algunas subidas de esas que piensas que si pierdes el control del coche, frenas en Murcia.

Total, que como antes por el paseo: subiendo, subiendo, llevábamos ya una docena de kilómetros cuesta arriba; creo que estábamos ya en la antesala del fin del mundo. Y no pudimos subir más porque un cartel que ponía: "zona militar, acceso restringido" nos aconsejaba quedarnos donde estábamos.

Y estábamos exactamente a la altura de las cúpulas. Las miré, las fotografié e inmediatamente me olvidé de ellas:  La vista desde la cima del Pení es increíble. Una de las cosas más impresionantes que he visto en mi vida. Tienes la sensación de estar por encima del resto del mundo. De un mundo pequeño ya que lo único que se ve, excepto el monte sobre el que tengo puestos los pies,  es el mar, muy abajo y rodeándote por las tres cuartas partes del campo de visión; y el valle de L’Empordà, kilómetros de extensión lisa y llana delimitados al fondo por la inmensa cortina blanca de los Pirineos cubiertos de nieve.  Da la impresión de que más allá del mar y las montañas no hay nada.

Haciendo fotos en la cumbre, no sin cierta dificultad ya que el  fuerte viento me desplazaba la cámara y el frío cortante me congelaba los dedos, dirigí la mirada a los pueblos de la costa,  kilómetros más abajo. Entonces vi la manchita formada por casas blancas sobre el verde y el azul  y pensé: un cafetito en Cadaquès.

Y allí nos fuimos. Otra quincena de kilómetros traducidos en curvas infames y subidas y bajadas  espantosas; sólo que justo al entrar en Cadaquès, pospusimos el café  al recordar que hacía años que no íbamos a Port Lligat, así que más curvas y más subidas.

Era/es como si no hubiese pasado el tiempo: las mismas casas, las de los pescadores, la del Genio. Las mismas barquitas de colores, el embarcadero de pizarra, las calles y paredes excavadas en la montaña donde nace esa pizarra y sobre todo, por encima de todo, la serenidad, el silencio, la tranquilidad impagable. Ni siquiera los típicos visitantes de la casa de Dalí rompían el encanto. Respetuosos con el ambiente o quizá tan sobrecogidos por él como yo, no elevaban sus voces más allá de lo imprescindible.

No entré en la casa, la conocía ya, pero sí quise sentarme unos minutos en el suelo del embarcadero. Imaginé a Gala, Éluard, Magritte, Goemans, Buñuel  y los demás llegando por mar a la casa donde habían sido invitados. Por mar, sí, porque si hoy en día es una carretera casi suicida, no quiero pensar lo que debía ser en 1929.

Decidimos que tocaba ya ese café en Cadaquès y volvimos. Café, paseo por la playa y por cuarta vez en un único día, la misma sensación de paz con el mundo: Empezaba a ponerse el sol muy despacio, algunas zonas de la bahía estaban ya en sombras mientras otras brillaban en rojo. El frío era ya intenso y ya no me atrevía apenas a sacar la cámara por no quitarme los guantes, pero así y todo no pude resistirme al encanto de la pequeña playa de Cadaquès con su arena gris de pizarra, su agua increíblemente quieta, más lisa que cualquier espejo, plateada…

Y luego, el viaje de vuelta en dirección Oeste, una curiosa carrera con el sol. Él intentando ocultarse de nuestra vista y nosotros más veloces, manteniendo la distancia hasta casi llegar a destino, dejando atrás la oscuridad y persiguiendo hasta el último rayo entre subidas y bajadas de montaña.

La previsión del tiempo en la radio del coche, indicaba que esos días se acercaba un frente aún más frío pero, sinceramente, me importó un bledo. Las sensaciones de calidez al sol, bienestar, serenidad y paz que tuve ese día, en esa pequeña e improvisada escapada, me van a durar días y días.

O una vida, mientras contemplo las fotos.

 

** El Pení es un monte de unos 600 metros  cercano a Roses desde el que se divisa toda la bahía. Estratégicamente enclavado por encima del Cap de Creus, fue el lugar elegido a finales de los 50  para instalar una estación de vigilancia aérea. Curiosamente con los años se ha añadido al paisaje empordanès,  ya que su característica principal son dos gigantescas esferas geodésicas visibles desde kilómetros a la redonda, construídas en fibra para proteger las antenas y radares de las inclemencias del tiempo.

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