sábado, agosto 18

El ataque

Lo peor fue la sorpresa. En estos casos siempre es la sorpresa.

El día había amanecido brillante, caluroso, asfixiante, pero lo estábamos sobrellevando con la resignación del que día a día sufre el mismo asedio; del que se acostumbra a la misma indumentaria, a la misma pesada carga que hay que arrastrar de posición en posición.

Reinaba una tranquilidad aparente aunque en ningún momento habíamos dejado de estar alertas. Va con el oficio.

Yo me hallaba en la retaguardia, un poco a cubierto junto a unos arbustos. Unos olivos nos ofrecían su sombra tan necesaria como el agua que, hallándose a pocos metros, no podíamos beber. Nadie osaba moverse, el día iba a ser largo y era preciso tener planeado hasta el último de los movimientos.

Así y todo, la mañana iba transcurriendo sin novedad. Si alzaba un poco la vista de los papeles que me ocupaban, podía ver a algunos  de los otros grupos junto a sus mandos. Todos ellos agazapados en sus posiciones, quizá demasiado relajados para el momento, indolentes incluso.

De repente, no sé bien cuál fue el motivo, una voz de alerta sonó en mi mente; la experiencia es un grado, dicen, y en ese instante yo pude oler el peligro.

Dejé la documentación a un lado y rápidamente reuní a mi gente para expresarles lo que, en ese momento era más una intuición que una certeza.

El horizonte estaba limpio, no se veía más movimiento que el de algún miembro de los grupos que nos acompañaban: desplazamientos lentos y sigilosos, conocidos, pero así y todo…

Percibí en las miradas de los míos un leve signo de incredulidad, podía oírles pensar: "tantas horas al sol empiezan a hacerle mella en el cerebro" pero, al fin y al cabo, eran del oficio también así que inmediatamente se pusieron manos a la obra. Desde mi posición les oí empezar a repartir órdenes, moverse, apresurarse.

Mi gente y la de Constans fueron los primeros en alcanzar las nuevas posiciones, replegados en los parapetos. Casi a salvo.

Tuve miedo, lo admito. Veía la lentitud con la que los demás hacían lo propio, cada segundo se me antojaba eterno y toda la escena parecía ocurrir como en  una película a cámara lenta mientras mi sexto sentido me impulsaba a gritar: ¡Todos a cubierto!  ¡¡Ahora, demonios, ahora… a cubierto!!

Y entonces ocurrió:

Al principio caían como lanzadas al azar, como sin demasiada convicción. Sólo unos pocos recibieron su impacto, los que aún estaban lejos de las posiciones seguras. Pero inmediatamente el ataque se recrudeció, la zona se convirtió en una trampa y nadie estuvo a salvo.

Asistí impotente a la caída de varios de los más jóvenes, aquello era una locura… Gritábamos todos: de puro terror unos, apremiándoles otros.  Yo había puesto a salvo a unos cuantos y seguía desgañitándome, gritando, cubriéndoles sin saber exactamente cómo ni con qué, ya que no conseguía ver el origen de aquel infierno que caía sobre nosotros. Estaba casi al límite de mis fuerzas.

Unos segundos después estábamos casi todos a cubierto, asustados aún, mirando en todas direcciones pero medianamente seguros en el refugio. Era un buen momento para reagruparse. Hicimos un rápido recuento de bajas y di gracias al constatar que eran mínimas.

De pronto se oyó un grito agónico: "¡NOOOO!" y pude ver atónita como uno de los nuestros corría desesperado hacia uno de los bultos informes que se hallaban en campo abierto, a unos metros de nuestra posición. Nadie pudo detenerle cuando se abalanzó y cubrió con su propio cuerpo aquella masa empapada.

Por un segundo, como si el cielo quisiese ofrecer una tregua, todo fue silencio. Todo fue quietud, nada se oía excepto su voz gritando:

– Coño, Jonathan, que te dije que te trajeses pal entoldao las bolsas con las toallas, que mira como se han puesto con la lluvia. Con la que está cayendo y tú ahí atontao, que a ver con qué nos secamos ahora pa ir a casa. Anda pasa palante que tu padre te va a poner bueno.

Volvió empapada hasta el toldo de la terraza del restaurante donde nos habíamos cobijado los demás en cuanto empezaron a caer las primeras gotas, algunos dejando en la huida toallas, ropa, revistas, etc.

Traía en una mano una bolsa enorme que soltaba agua por todas las fibras y con la otra mano sujetaba a un chaval de unos diez años que miraba asustado a su madre, sabiendo que se la iba a ganar en cuanto no hubiese público.

La mujer se sentó en una butaca de plástico  frente a la piscina, encendió un cigarrillo y nos miró a todos con expresión de triunfo, la expresión del que se lo juega todo a una carta y vuelve victorioso:  El rostro del héroe.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Opina, me encantará leerte...