Lo peor fue la sorpresa. En estos casos siempre es la sorpresa.
El día había amanecido brillante, caluroso, asfixiante, pero lo estábamos
sobrellevando con la resignación del que día a día sufre el mismo
asedio; del que se acostumbra a la misma indumentaria, a la misma pesada
carga que hay que arrastrar de posición en posición.
Reinaba una tranquilidad aparente aunque en ningún momento habíamos dejado
de estar alertas. Va con el oficio.
Yo me hallaba en la retaguardia, un poco a cubierto junto a unos arbustos.
Unos olivos nos ofrecían su sombra tan necesaria como el agua que,
hallándose a pocos metros, no podíamos beber. Nadie osaba moverse, el día iba a
ser largo y era preciso tener planeado hasta el último de los movimientos.
Así y todo, la mañana iba transcurriendo sin novedad. Si alzaba un poco la
vista de los papeles que me ocupaban, podía ver a algunos de los otros
grupos junto a sus mandos. Todos ellos agazapados en sus posiciones, quizá
demasiado relajados para el momento, indolentes incluso.
De repente, no sé bien cuál fue el motivo, una voz de alerta sonó en mi
mente; la experiencia es un grado, dicen, y en ese instante yo pude oler
el peligro.
Dejé la documentación a un lado y rápidamente reuní a mi gente para
expresarles lo que, en ese momento era más una intuición que una certeza.
El horizonte estaba limpio, no se veía más movimiento que el de algún
miembro de los grupos que nos acompañaban: desplazamientos lentos y sigilosos,
conocidos, pero así y todo…
Percibí en las miradas de los míos un leve signo de incredulidad, podía
oírles pensar: "tantas horas al sol empiezan a hacerle mella en el
cerebro" pero, al fin y al cabo, eran del oficio también así que
inmediatamente se pusieron manos a la obra. Desde mi posición les oí empezar a
repartir órdenes, moverse, apresurarse.
Mi gente y la de Constans fueron los primeros en alcanzar las nuevas
posiciones, replegados en los parapetos. Casi a salvo.
Tuve miedo, lo admito. Veía la lentitud con la que los demás hacían lo
propio, cada segundo se me antojaba eterno y toda la escena parecía ocurrir
como en una película a cámara lenta mientras mi sexto sentido me
impulsaba a gritar: ¡Todos a cubierto! ¡¡Ahora, demonios, ahora… a
cubierto!!
Y entonces ocurrió:
Al principio caían como lanzadas al azar, como sin demasiada convicción.
Sólo unos pocos recibieron su impacto, los que aún estaban lejos de las
posiciones seguras. Pero inmediatamente el ataque se recrudeció, la zona se
convirtió en una trampa y nadie estuvo a salvo.
Asistí impotente a la caída de varios de los más jóvenes, aquello era una
locura… Gritábamos todos: de puro terror unos, apremiándoles otros.
Yo había puesto a salvo a unos cuantos y seguía desgañitándome, gritando,
cubriéndoles sin saber exactamente cómo ni con qué, ya que no conseguía ver el
origen de aquel infierno que caía sobre nosotros. Estaba casi al límite de mis
fuerzas.
Unos segundos después estábamos casi todos a cubierto, asustados aún,
mirando en todas direcciones pero medianamente seguros en el refugio. Era un
buen momento para reagruparse. Hicimos un rápido recuento de bajas y di gracias
al constatar que eran mínimas.
De pronto se oyó un grito agónico: "¡NOOOO!" y pude ver atónita
como uno de los nuestros corría desesperado hacia uno de los bultos informes
que se hallaban en campo abierto, a unos metros de nuestra posición. Nadie pudo
detenerle cuando se abalanzó y cubrió con su propio cuerpo aquella masa
empapada.
Por un segundo, como si el cielo quisiese ofrecer una tregua, todo fue
silencio. Todo fue quietud, nada se oía excepto su voz gritando:
– Coño, Jonathan, que te dije que te trajeses pal entoldao las bolsas con
las toallas, que mira como se han puesto con la lluvia. Con la que está cayendo
y tú ahí atontao, que a ver con qué nos secamos ahora pa ir a casa. Anda pasa
palante que tu padre te va a poner bueno.
Volvió empapada hasta el toldo de la terraza del restaurante donde nos
habíamos cobijado los demás en cuanto empezaron a caer las primeras gotas,
algunos dejando en la huida toallas, ropa, revistas, etc.
Traía en una mano una bolsa enorme que soltaba agua por todas las fibras y
con la otra mano sujetaba a un chaval de unos diez años que miraba asustado a
su madre, sabiendo que se la iba a ganar en cuanto no hubiese público.
La mujer se sentó en una butaca de plástico frente a la piscina,
encendió un cigarrillo y nos miró a todos con expresión de triunfo, la
expresión del que se lo juega todo a una carta y vuelve victorioso:
El rostro del héroe.
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