jueves, 6 de agosto de 2020

Beirut

Quince años de guerra civil; la destrucción total de un pueblo.
Y de pronto, sin descanso, sin una tregua, otra herida mortal de necesidad: Hasta el momento son 5.000 los heridos, 140 fallecidos, 300.000 ciudadanos que han perdido sus casas, decenas -si no cientos- de desaparecidos, hospitales que ya estaban abarrotados por la Covid-19 y ahora no dan abasto a atender heridos...
Y ¿por qué no veo un bombardeo mediático como cuando, por ejemplo, se quemó - sin víctimas- Notre Dâme? ¿Por qué no hay programas especiales? ¿Por qué no oigo/veo a políticos y prohombres de la Patria dándose golpes de pecho y prometiendo todo lo "prometible"? ¿Dónde está ese famoseo que mea colonia cada vez que tiene oportunidad de hacerse la foto solidaria?
Y todos los youtubers, instagramers, tuiteros y feissbuqueros que "visten" sus cuentas de luto ante según qué desgracias, pero ignoran otras olímpicamente... ¡Ay!
A ver si va a ser que el color, la cultura o las creencias de los fallecidos marcan una diferencia en el nivel de dolor que nos causa su pérdida.
A ver si va a resultar que 140 muertos y 5000 heridos de un país musulmán están menos muertos o menos heridos.
O nos importan una mierda.¿No?
Cada día me da más asco la especie humana (evidentemente me incluyo) y, sinceramente, miro a mi hámster y pienso: "A lo mejor le habría ido mejor al planeta si hubieseis evolucionado vosotros, o los gatos. O, pobres, los dinosaurios"
Paloma Goin

miércoles, 5 de agosto de 2020

11 de abril de 2020

Desde que se decretase mi encierro covídico, si en algún momento quiero apartar los ojos de las pantallas, no me queda otra que ejercer de James Stewart en La Ventana Indiscreta y contemplar impasible el bloque de pisos situado frente a mí. La imagen es, como en mi caso, la parte trasera del edificio, las terrazas feas y avergonzadas de que se les vea toda la ropa tendida, los balcones a los que no salen a aplaudir a las 19.58. Esas otras terrazas, las que se llenan de música y flores, las que lucen banderas, están en la otra punta de la casa y a mí me tienen castigada a no acercarme.
En fin, que hoy estaba tomando el sol y reflexionando sobre la cantidad de vida que tienen esas ocultas terrazas traseras: señoras que hacen la colada, niños que juegan, el vecino del cuarto a la izquierda -un armario rubio de dos metros- que sale a fumar dos o tres veces al día, la chavalita que se asoma a su ventana móvil en mano huyendo de los oídos de su familia; y luego están los colores: la ropa tendida, los juguetes de los niños e incluso las tonalidades imposibles del tejido con el que algunos vecinos han encargado sus toldos con mejor intención que gusto.
A derecha e izquierda, sin embargo, la vista es totalmente distinta; al vivir en una zona más o menos antigua, hay aún muchas casitas bajas o de planta y piso como mucho que me permiten alargar mucho más la vista y pasar por encima de sus tejados y azoteas. En estas también veo ropa tendida al sol pero nunca a las personas que hacen esa tarea. Lo he comprobado, es algo mágico: giro la vista un par de minutos a la derecha y cuando vuelvo a mirar en dirección contraria, ha desaparecido la ropa de una azotea. O se ha desplegado una sombrilla sin que haya nadie debajo que proteger.
Pero hoy sí ha aparecido alguien: a eso de las doce, con un sol de justicia que si dejabas caer granos de maíz se hacían las palomitas con sal y todo, en el terrado de una de las casas más cercanas ha aparecido él. Él, vestido con ropa deportiva blanca de arriba abajo: su camiseta, shorts, sus calcetines, las sneakers. Y ha empezado a hacer lo más aconsejable a esa hora del día: ejercicio. Le he visto hacer sus series de flexiones, levantamiento de brazos, torsiones… De vez en cuando desaparecía de mi vista cuando se tumbaba en el suelo para hacer abdominales y sólo podía divisar una pierna u otra según las levantaba.
Al cabo de veinte minutos yo ya no aguantaba más al sol, pero él ha seguido impertérrito, enérgico: un saltito, una flexión, otro saltito, una torsión, otro saltito y ¡desaparición!
Me he levantado de un salto pensando que el pobre hombre se había caído, quizá incluso desmayado de practicar deporte a la parrilla. Incluso he hecho cálculos mentales para adivinar a qué casa corresponde exactamente esa azotea para avisar si no se levantaba en seguida. Y no, no se levantaba. NO se ha levantado en ningún momento, de hecho.
Ya he dicho antes que las azoteas tienen magia. Bien, pues esa también: mientras yo me mordía las veinte uñas pensando que el deportista estaba tirado al sol con un síncope, ha aparecido una mujer con un vestido floreado y un cesto de ropa en las manos y se ha puesto a tender en las cuerdas situadas exactamente donde yo he visto desaparecer al pobre hombre.
La verdad está ahí fuera. Tiririri riri riiiiiiiiii….

Las pinzas de tender

Ella está a sus cosas, no se ha fijado en mi presencia ni sabe que la observo mientras tomo el sol.
Una a una va recogiendo las prendas de ropa que tiene colgadas en las cuerdas que cruzan su balcón de lado a lado: coge una pieza, la sacude bien, la dobla cuidadosamente, entra en la habitación, sale sin la prenda y elige otra. Una y otra vez, lentamente, durante un buen rato: toallas, jerseys, calcetines, hasta que ya no queda nada en el tendedero.
De pronto se queda muy quieta mirando al vacío. Observa el cielo, comprueba la cantidad de nubes y, como si tomase una decisión súbita, se agacha junto a la lavadora y vacía su contenido en un gran cesto de plástico.
Con el mismo ritmo pausado del principio, saca de la cesta la primera pieza: una sábana bajera. La sacude, la tiende cuidadosamente, repasa con las manos que no quede ni una arruga y, de un cestito que cuelga del tendedero, coge tres pinzas y las distribuye sobre la sábana tendida.
Inmediatamente le sigue una funda de almohada individual que, por el tono, deduzco que forma parte del conjunto. De nuevo la sacude una vez y otra, la extiende bien y coloca dos pinzas. Por último la funda del nórdico; le cuesta un poco más moverla. Es bastante más grande y también más pesada pero ella no tiene ninguna prisa. Realiza exactamente el mismo ritual que con las prendas anteriores sólo que esta vez se asegura y son cuatro y no tres las pinzas que sujetan la sábana.
A todo esto ha pasado mucho rato, yo empiezo a notar que el sol me quema en la nariz y en los hombros pero estoy fascinada contemplando a la mujer ocupándose de su colada de ese modo tan meticuloso, tan sosegado y, sinceramente, para mí exasperante, acostumbrada como estoy a hacer las cosas con una total falta de tiempo; en cualquier caso no puedo dejar de mirarla hasta que la veo dar un último repaso a la bajera, secarse las manos en la falda y entrar en la casa.
Me planteo que debería hacer lo mismo; apago el reproductor de música, me quito los auriculares y en ese instante la mujer vuelve a salir. Mira de nuevo al cielo, se dirige al cestito de las pinzas y pone una más en cada pieza de ropa antes de volver a entrar. Un segundo más tarde vuelve a salir y clava una pinza más en cada una de las dos prendas grandes.
Aquí hay que añadir que, aunque vivimos en tierra de vientos, hace un día absolutamente plano y calmado. No se mueve una hoja, nada, ni una leve brisa. Pero mi vecina no debe de pensar lo mismo porque al cabo de un momento vuelve a salir y añade dos pinzas más a la funda del nórdico que es la pieza más expuesta de las que ha tendido.
Y de nuevo, y para mi sorpresa, aparece en la terraza, vuelve a observar el cielo y –no lo adivinaríais nunca- añade un par de pinzas más a la funda del nórdico.
Doce, en total doce pinzas en una única prenda. Doce pinzas en una, diez más en las otras y más de media hora para realizar todo el proceso.
Esta mujer no lo sabe pero, desde hoy, tiene una nueva fan.

Hasta el gorro

Me llamo Paloma, nombre castizo donde los haya, y nací en pleno Empordà, zona en la que, como todo el mundo sabe ( lo dicen los periódicos del Imperio y las personas de bien), sólo se habla (y entiende) el català de pagès y eso con dificultad.
Sufrí mucho en mi infancia con esto de la inmersión, dicen en la tele. Y como yo, la mitad de la población de este país ,Catalunya.
Les cuento: aunque crecí en época de Franco y me eduqué exclusivamente en castellano, mi padre que era un horrendo adoctrinador de la cultura catalana (madrileño por más señas) se empeñó en enseñarme catalán y francés, llevándome así por el camino de la perdición lingüística.
Más tarde, a pesar de haber leído cientos de libros en castellano y apenas unas docenas en catalán y francés; a pesar de que en los cines de Catalunya no se emitiese NI UNA sola película en catalán (recordemos que hacía cuatro días que había muerto Don Paco); a pesar de que el 60% de la televisión que veía era en castellano y el otro 40% se dividía entre el catalán y el francés y a pesar de que en el Instituto la mitad de los profesores nos hablaban en una lengua y la otra mitad en otra; a pesar de que hice letras puras con lo que a mis tres idiomas de infancia añadí nociones de latín y griego e hice clases extraescolares de alemán, parece ser que me convertí en una adolescente medio analfabeta a causa de la dañina inmersión lingüística catalana.
Llegada la etapa adulta aterricé en una empresa en la que, si mal no recuerdo, la única catalana era yo: había asturianos, zaragozanos, castellanos, alemanes, daneses, madrileños....y el idioma habitual de la empresa era el castellano seguido del fraces y el italiano, lengua que tuve que "medio" aprender para sobrevivir en ese maremágnum de "catalanes adoctrinados".
Por último, llegué a mi profesión actual en la que imparto clases en el idioma en el que sé que me van a entender mis alumnos, sea ése el que sea. Puro adoctrinamiento también.
Dado que mi sector es básicamente tecnológico, he tenido que espabilarme con el inglés a base de diccionarios; he tenido que aprender unas cuantas docenas de expresiones en árabe para iniciar acercamientos con alumnos inmigrantes y todo ello lo he hecho mal, mal, mal, fatal porque el terrible adoctrinamiento que padezco, parece ser que no me permite expresarme en castellano (ni en ninguna otra lengua) con la claridad necesaria .
Y no soy la única, no crean: si voy al hospital, no es extraño que me atienda un médico venezolano o irlandés que ya ni recuerda su idioma, pobre, de tan inmerso que está.
O, sin ir más lejos, mi hija, la pobre: escolarizada en catalán desde que nació y con una doctrina tan férrea que a los once años sólo dominaba tres idiomas. Únicamente tres. Y hay casos peores, de pura lágrima y pataleo: algunos de sus amigos son extranjeros y, qué pena, llegan a la ESO hablando sólo cuatro o cinco lenguas diferentes.
Qué tristeza. Qué pena de recursos. Qué asco da una tierra en la que cualquier crío de 12 años habla un mínimo de dos idiomas más que los últimos presidentes del Gobierno del Estado.
No, no, nada de eso. Eliminemos de inmediato una de esas lenguas, o dos, o todas. Al fin y al cabo, ya demostró el Sr. Rajoy que únicamente con el castellano se va a todas partes.
Haciendo el ridículo, sí, pero se va.

I ara, només us dic una cosa: la llengua NO es toca. Esteu avisats.

Y será otoño

Se acerca el otoño despacio, acechando suavemente tras las sombrillas de la playa y las maletas de los turistas anunciando ya su partida. El calendario tiene a punto sus nuevos colores sin importarle las recomendaciones que, en cuestión de moda, hace El Corte Inglés a cada estación.
La playa sigue oliendo a playa, esa mezcla de bronceador, sal, sudor y yodo pero será ya por muy poco tiempo. Es curioso observarla día a día: la imagino como la moviola de un grifo que gotea . A cada jornada desaparece una toalla, una tumbona, una sombrilla, una señora con gorrito, un niño de cubo y pala… Y pronto habrán desaparecido todos. Sólo quedarán los de siempre: esas abuelitas de trenza gris que se mojan los pies en la orilla a diario, cuando bajan a comprar el pan. La rubia que corre a las nueve de la mañana invariablemente, haga frío o calor. El joven que vive con el tobillo permanentemente esposado a una tabla de fibra de vidrio y el señor totalmente vestido y con el bajo de los pantalones remangados que pasea con su perro por la arena. Para todos ellos la playa no es un lugar a donde ir en verano, es un espacio propio, un hábitat tan natural como para los peces y las medusas que nadan unos metros más allá o para las gaviotas que reinan ufanas tras reconquistar el territorio a los humanos.
Según avanza el gris en el cielo, la playa gana en belleza, se desnuda y nos permite contemplar una piel más blanca. Más fría también, pero infinitamente más sensual y apetecible que en los meses pasados, con un aroma -ahora sí- puro e intenso que penetra hasta el rincón más profundo y provoca una explosión sensorial.
Pronto, la abuela de la trenza tendrá que dejar sus baños matutinos de pies y el señor del perro empezará a pasear sobre el asfalto. El frío convertirá la orilla en un sendero de cuchillas, el viento se intensificará y transformará la arena en un inmenso látigo. Y volverán a cambiar los colores en el mar y la playa tendrá otra belleza distinta pero igualmente infinita.
Se acerca el otoño, lenta y cuidadosamente, como un ladrón que espera el momento adecuado para cometer su delito. Pero se equivoca; esta vez le estoy esperando impaciente. Aquí, en la playa.

Y más silencio...

De pronto estalló el silencio gris, de tormenta.
Nunca unos ojos llovieron tanto.


Silencio

No digas nada.
Ahora guardar silencio es necesario.


Así nos va (II)


Amor (Cortázar)

"Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen porque-la-aman, yo creo que es al revés. A Beatriz no se la elige, a Julieta no se la elige. Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto."
Rayuela, cap. 93 - Julio Cortázar.

Y así nos va...