miércoles, 5 de agosto de 2020

11 de abril de 2020

Desde que se decretase mi encierro covídico, si en algún momento quiero apartar los ojos de las pantallas, no me queda otra que ejercer de James Stewart en La Ventana Indiscreta y contemplar impasible el bloque de pisos situado frente a mí. La imagen es, como en mi caso, la parte trasera del edificio, las terrazas feas y avergonzadas de que se les vea toda la ropa tendida, los balcones a los que no salen a aplaudir a las 19.58. Esas otras terrazas, las que se llenan de música y flores, las que lucen banderas, están en la otra punta de la casa y a mí me tienen castigada a no acercarme.
En fin, que hoy estaba tomando el sol y reflexionando sobre la cantidad de vida que tienen esas ocultas terrazas traseras: señoras que hacen la colada, niños que juegan, el vecino del cuarto a la izquierda -un armario rubio de dos metros- que sale a fumar dos o tres veces al día, la chavalita que se asoma a su ventana móvil en mano huyendo de los oídos de su familia; y luego están los colores: la ropa tendida, los juguetes de los niños e incluso las tonalidades imposibles del tejido con el que algunos vecinos han encargado sus toldos con mejor intención que gusto.
A derecha e izquierda, sin embargo, la vista es totalmente distinta; al vivir en una zona más o menos antigua, hay aún muchas casitas bajas o de planta y piso como mucho que me permiten alargar mucho más la vista y pasar por encima de sus tejados y azoteas. En estas también veo ropa tendida al sol pero nunca a las personas que hacen esa tarea. Lo he comprobado, es algo mágico: giro la vista un par de minutos a la derecha y cuando vuelvo a mirar en dirección contraria, ha desaparecido la ropa de una azotea. O se ha desplegado una sombrilla sin que haya nadie debajo que proteger.
Pero hoy sí ha aparecido alguien: a eso de las doce, con un sol de justicia que si dejabas caer granos de maíz se hacían las palomitas con sal y todo, en el terrado de una de las casas más cercanas ha aparecido él. Él, vestido con ropa deportiva blanca de arriba abajo: su camiseta, shorts, sus calcetines, las sneakers. Y ha empezado a hacer lo más aconsejable a esa hora del día: ejercicio. Le he visto hacer sus series de flexiones, levantamiento de brazos, torsiones… De vez en cuando desaparecía de mi vista cuando se tumbaba en el suelo para hacer abdominales y sólo podía divisar una pierna u otra según las levantaba.
Al cabo de veinte minutos yo ya no aguantaba más al sol, pero él ha seguido impertérrito, enérgico: un saltito, una flexión, otro saltito, una torsión, otro saltito y ¡desaparición!
Me he levantado de un salto pensando que el pobre hombre se había caído, quizá incluso desmayado de practicar deporte a la parrilla. Incluso he hecho cálculos mentales para adivinar a qué casa corresponde exactamente esa azotea para avisar si no se levantaba en seguida. Y no, no se levantaba. NO se ha levantado en ningún momento, de hecho.
Ya he dicho antes que las azoteas tienen magia. Bien, pues esa también: mientras yo me mordía las veinte uñas pensando que el deportista estaba tirado al sol con un síncope, ha aparecido una mujer con un vestido floreado y un cesto de ropa en las manos y se ha puesto a tender en las cuerdas situadas exactamente donde yo he visto desaparecer al pobre hombre.
La verdad está ahí fuera. Tiririri riri riiiiiiiiii….

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