Lo he dicho muchas veces y suena
a mantra, pero no es más que la verdad: Adoro leer, amo la literatura, necesito
la lectura e incluso me definiría como compradora compulsiva de libros, porque
compro tantos que luego no doy abasto a leerlos.
Eso sí, los cuido, les hablo
desde el primer momento, desde que en la tienda uno de ellos me llama. Porqué
me llaman, de eso estoy segura. Los acaricio, los abro, los cierro, los vuelvo
a acariciar y en ese momento lo sé.
Cuando veo a los niños entrar en
las tiendas de chuches o en las jugueterías y contemplo su expresión extasiada,
como de haber llegado por fin al paraíso, pienso que la mía se debe parecer
mucho a ésa cuando entro en una buena librería o tropiezo con el escaparate de
una de ésas de viejo: antiguas, abarrotadas, mágicas en fin. (Otro día contaré
lo que fue para mí entrar en el Shakespeare and Co de París...)
A lo que iba: soy catalana y aquí
el Día del Libro (Sant Jordi) se celebra con especial fuerza siendo regalo
obligado junto a las rosas. Las ramblas y paseos de las ciudades se llenan de
paradas de venta de flores y libros. Evidentemente mi ciudad, aunque pequeña,
no es menos y ocurre lo propio. He contado mil veces la sensación
tan magnífica que siento ese día paseando, rodeada de esas docenas
de paradas de libros, sabiendo que mire en la dirección que mire, sólo veo
cabezas, libros y rosas. Pero tengo que admitir que todo eso está muy bien
porque es Sant Jordi y por la obligación del regalo, pero en realidad
cualquier otro día voy a la librería y compro lo mismo eligiendo con más calma
así que… no. Falta la magia.
Hay un día que me gusta mucho
más, que disfruto plenamente. Es pocos días más tarde: el tres de mayo, fiesta
local. Ese día se organiza aquí una Feria del Libro Viejo y de Ocasión; la
Plaça de Catalunya se llena de lado a lado de paradas de libreros de viejo. Una
maravilla: El papel, la tinta, el cuero de las portadas, huelen a cien
metros y se encuentran verdaderos tesoros.
Es mi día preferido en todo el
año; me da igual que llueva, que truene, no me importa llevar
compañía o ir sola. En cualquier caso NO estoy para nadie: en
cuanto inicio la revisión, parada por parada, dejo de existir para el mundo, y
el mundo deja de existir para mí.
El caso es que, si a todo eso
sumamos que mi despiste es descomunal, increíble, proverbial, asombroso,
inaudito y digno de salir en la Wikipedia como definición y con mi foto al
lado, pues…ocurren cosas como la que ocurrió ese día de hace ya muchos años: el tres
de mayo del 2004.
Ya llevaba casi dos horas
embebida en mi búsqueda, acariciando libros, leyendo reseñas, eligiendo (siendo
elegida), cuando me acerqué a otra parada en la que había visto un importante
apartado de poesía. Era como la cueva del tesoro para un pirata.
Tenía un poemario en las manos
cuando justo al lado de ese apartado, un nombre en el lomo de un libro llamó mi
atención: Antonio Rabinad. Yo había leído La Monja Libertaria (en el que se
basó la película Libertarias) La Transparencia, Los contactos furtivos y alguna
cosa más, pero me había quedado con las ganas de leer su gran obra: Memento
Mori, una maravillosa radiografía de Barcelona durante la guerra y la
postguerra.
El caso es que ese título estaba
ahí, mirándome directamente a los ojos, así que sin soltar la Antología de
poesía inglesa que tenía en la mano derecha hice lo que hago siempre, acaricié
Memento Mori con la izquierda, lo acaricié como siempre acaricio los libros,
con respeto, en una primera toma de contacto, como buscando una respuesta, para
saber si quiere venirse conmigo.
En ese momento se me acercó el
vendedor y, reconozco que cuando estoy entre libros pierdo -entre otras cosas-
la educación y las buenas maneras porque le saludé, dándole los buenos días sin
mirarle a la cara más que una fracción de segundo, totalmente absorta en los
dos libros que tenía en las manos. Y en una muestra más de ese despiste
que tengo, sólo vi de pasada la barba blanca de un señor mayor de
aspecto venerable. Nada más.
Me preguntó por mi elección y le dije que la Antología de poesía inglesa era casi una necesidad, que adoro la poesía y que ésa era completísima. Entonces él me buscó una edición más nueva, impecable, del mismo libro y me comentó que la elección era perfecta, que era una buena antología. Respecto a Rabinad, me dijo:
-¿Le conoces?
-Sí, sí. He leído algunas de sus
obras y me ha encantado; por lo tanto, no me puede faltar Memento Mori, creo
que me gustará.
-Y creo que tú le vas a gustar a
ella.
Me quitó el libro de la mano
suavemente y yo creí que era para envolverlo o meterlo en una bolsa o
algo así…
-¿Cómo te llamas?
- Paloma
Respondí sin pestañear, leyendo
mientras tanto la contraportada de la Antología de poesía, y sin
cuestionarme por qué un señor desconocido me preguntaba mi nombre. Entonces vi
que abría el libro, garabateaba algo en él y me lo devolvía mientras me decía
que me había visto acariciar los libros y le había llegado ese gesto, había notado mi sentimiento. Atónita aún, abrí de nuevo el
libro y:
"Para Paloma que hoy se
asomó a mi ventana.
Con todo mi aprecio.
Antonio Rabinad"
Tardé aún unos segundos en darme
cuenta de lo que había pasado y en asociar que la cara de aquel señor mayor tan
agradable, era exactamente la misma que había visto otras veces en las
solapillas o en la contraportada de los libros, y lo que es peor: que hacía
unos minutos que le había mirado, con su fotografía ante mis narices y ese
estar en las nubes que me caracteriza impidió que me diese cuenta.
Lo cierto es que le agradecí
mucho el detalle y él siguió luego hablándome de poesía como el amante del
género que era. Fue una auténtica delicia. Un momento inolvidable.
Antonio Rabinad falleció cinco
años después de ese día y leyendo su biografía supe que durante muchísimos años
y hasta el día de su fallecimiento, tuvo una parada dominical de libros de
ocasión en el Mercat de Sant Antoni de Barcelona.
Yo me asomé a su ventana a
unos 150 kilómetros de allí y hoy necesito releer Memento Mori. Y recordarle.
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