Que conste que hoy me he levantado pacífica y de absoluto buen humor. Son casi las 10 de la mañana y la temperatura ronda los 20 grados, el día es radiante, luminoso. Las previsiones del tiempo hablan de que por la mañana caerán cuatro gotas, pero posiblemente las nubes portadoras de esas cuatro estén muy lejos aún porque nada hace presagiar lluvia, ni siquiera que se esconda el sol. La tranquilidad es absoluta en mis calles tan acostumbradas al viento y solo rompe la paz alguna bolita de polen volador que nos hace llorar a algunos quejicas como yo. Como les digo, un día precioso.
En casa también se respiraba tranquilidad; antes de desayunar he leído un par o tres de capítulos de un libro que empecé hace dos noches y me tiene en vilo, he charlado y reído con mi princesa mientras dábamos cuenta del Nesquick y hemos hablado de nuestros planes para el fin de semana. Después, ella a sus clases y yo a las mías. Tras algunos recados, he continuado mi camino tranquilamente en mi coche.
Seguía mi buen humor, llevaba las ventanillas abiertas y sonaba una canción de Serrat (del que os hablaré luego, cuando se me pase el instinto asesino) todo muy tranquilo y risueño hasta que he mirado por el retrovisor interior y he visto a un animal al volante de un Seat León tuneado acercarse peligrosa y velozmente.
Me encontraba en una de las rondas que evitan atravesar la ciudad, a 100 metros de una leve subida coronada por un paso de cebra. Allí la velocidad máxima es de 40 Km y yo reconozco que casi la iba rozando por encima, pero el vehículo que se acercaba por detrás no bajaba de 90 o 100. No sería mucho si no fuese porque , aparte de que está prohibido el adelantamiento en aquel tramo, no había espacio posible; los carriles estaban ocupados y el Schumacher que me perseguía no aminoraba la velocidad.
Durante unos larguísimos segundos he visto hacerse cada vez mayor la rejilla delantera con la S de Seat creciendo en mi retrovisor. Me he asegurado de llevar puesto el cinturón, he afianzado brazos y pies en volante y pedales, he rezado para que aquello que pone “Airbag” no sea publicidad de una película y me he dicho “virgensita, que me quede como estoy” sintiéndome como en una ratonera, sin poder moverme de allí, esperando comerme el parachoques trasero del coche que me precedía y acordándome de los parientes más cercanos del animal que conducía el coche que se iba a incrustar en el mío en breves segundos.
Pero no, el tío ha dado un golpe de volante (yo juraría que sin aminorar la marcha) y en una fracción de segundo se ha escurrido en un ínfimo hueco que ha quedado libre en el carril contrario. Ha hecho amago de meter el morro de su coche delante del mío y ha vuelto a repetir la maniobra entre carril y carril hasta llegar al paso de cebra en el que una pobre mujer había osado poner la punta del pie y de otro volantazo se lo ha pasado limpiamente por el forro.
Yo reconozco que me he sentido asustada, pero la mujer del paso de cebra debe haber sufrido un colapso al ver pasar “eso” a esa velocidad, rugiendo e ignorándola a ella y al resto del mundo y sabiendo que si en vez de la punta del pie, lo llega a poner entero, ya no habría necesitado zapatos el resto de su vida.
Señores, es en estos momentos cuando puedo llegar a entender al que se lía a bofetadas con otro. Tras el primer instante de estupor he intentado ver la matrícula del coche que conducía aquel bestia, pero si les he de ser sincera, no sé si con la idea de ser cívica y correcta y denunciarlo, o de buscarlo donde esté y darle dos patadas donde más le duela: es decir, en el coche. A este tipo de imbéciles nada les duele más que su coche y así les va.
Porque esa es otra: la pasta que les cuesta tunear el ataúd ése que conducen deberían dedicarla, o al menos una parte, a realizar alguna terapia para elevar la autoestima. Eso de autoafirmarse teniendo el coche más preparado, más cani, con más colorines, conduciendo “mejor”, más rápido, dando volantazos y con el pie pegado con cianacrilato al pedal para no levantarlo, no me parece que lleve mucho más allá del hospital más cercano.
Y lo peor es que, en ese viaje al hospital (o al cementerio) con ellos siempre va alguna mujer que iba a cruzar por un paso de cebra o que conducía tranquilamente su coche escuchando a Serrat.
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