miércoles, julio 17

Un cuento de hadas (aviso: es largo)

Este cuento como todas las cosas en la vida, tiene su historia detrás,  pero como considero que a veces es preciso vaciar el desván de la memoria para poder sacarle brillo al corazón, le quito un poco el polvo ahora para exponerlo donde lo vean las visitas y dejando claro que tiene la misma vigencia hoy que el día que lo escribí.

Paloma

 

Esta historia ocurrió hace mucho tiempo en un mundo en el que, por algún motivo, se había perdido la fantasía y ya no se escribían cuentos, ya nadie contaba historias de duendes y hadas; un reino en el que ya no quedaban princesas de rubias trenzas, ni príncipes azules.

Es decir, estaban allí pero no lo sabían, nadie creía ya en ellos, ni siquiera los mismos príncipes. No había fantasía, los trovadores no recorrían palacios y aldeas, los bardos no cantaban romances; en general, las leyendas habían muerto y los príncipes y princesas vivían en sus castillos sin saber de la magia ni de las hadas y sin comprender  que unos y otras existían aún.

En este caso, nuestra protagonista no sólo  desconocía  su calidad de auténtica princesa de cuento, sino  que ni siquiera creía que estas fuesen otra cosa que historias antiguas, producto de la imaginación. Y lo que es peor, tampoco creía en la existencia de los príncipes, ni de los sapos, que quieras que no, siempre ofrezcan posibilidades.

Nuestra princesa se llamaba…

No, no vamos a ponerle nombre. ¿Para qué? Solo era una de las muchas princesas que aún no habían averiguado lo que eran en realidad. Como tú misma.

Bien, pues como decía,  la princesa vivía en un castillo  muy alto, en la parte más alta de la torre más alta y dentro de esa torre tan alta, en lo más alto de unas escaleras,  estaban sus habitaciones. Arriba, aislada en su altura, nunca salía del castillo. 

No, no, no nos confundamos, la princesa no  estaba prisionera. No existía ningún mago malvado que la mantuviese atada  al lugar con un hechizo, no habían dragones vigilando  su puerta ni tenía  un padre severo que la hubiese prometido a algún horrible Rey de otro país lejano, no había nada de eso, pero el caso era que  la princesa no podía salir de la torre.

En realidad ella sabía  que podría salir, que tenía libertad para hacerlo,  pero cada vez que lo intentaba, en el preciso instante en que ponía el pie fuera del castillo, daba media vuelta y regresaba al interior. No sabemos si tenía miedo de lo que había más allá o si es que creía que no necesitaba más de lo que tenía, si quizá estaba resignada a la altura de su torre  o si simplemente la curiosidad no era lo  suficientemente fuerte. El caso es que se acercaba a la puerta, miraba al exterior y con un leve suspiro, sin agitación,  regresaba a sus habitaciones muy despacio.

Y así fue pasando el tiempo. Mucho tiempo. ¿Y sabéis? Al contrario que otras princesas de los cuentos, ella nunca, jamás suspiraba por su príncipe azul,  porque estaba convencida de que no existían y si hubiesen llegado a existir ¿cómo se habrían fijado en ella que se consideraba una mujer vulgar, anodina? Ella no esperaba nada nunca, o  a lo mejor no sabía que lo esperaba.

Pero lo que  tampoco sabía es que sí había otros países, otros lugares en los que sí existía la magia. En concreto, existía un lejano reino donde los príncipes eran dulces,  temerosos y tímidos y no se atrevían  a acercarse a las torres donde vivían las princesas. Ellos,los príncipes, tampoco eran felices porque sabían  que las princesas solo viven en lugares altísimos, demasiado altos para ellos y creían que era imposible llegar hasta ellas. En el fondo tenían tanto  miedo como las princesas, y ese miedo los ataba a ellas arriba, en sus almenas  y a ellos a la tierra, bajo el peso de sus armaduras, junto a sus caballos, siempre  de un lugar a otro.

Pero sucedió lo que tenía que suceder y mira por donde, un día la princesa bajó de la torre como hacía otras veces, se acercó a mirar el mundo exterior desde la puerta del castillo, con la misma precaución, con la misma indecisión de siempre y justo ese día , quiso la casualidad, que uno de los príncipes del reino que hemos dicho  había llegado al pueblo buscando algo de descanso en su viaje de regreso al hogar tras muchas batallas. Esa misma casualidad hizo que buscase el frescor de la fuente que había en la plaza, a los pies de la torre. 

La entrada al castillo era un hervidero de gente que entraba y salía, todos hablaban y se movían de acá para allá, pero, al alzar la vista tras beber de la fuente,  él la vio, y al girarse para regresar a sus aposentos, ella le vio a él.

La princesa que no sabía que lo era, no pensó en ningún momento que aquel joven de mirada dulce pudiese ser un príncipe, ¡todo el mundo sabía que eran cosas de viejas!

El príncipe que pensaba que las princesas eran inaccesibles en sus torres no imaginó que pudiese estar contemplando a una allí, tan cerca, a su altura.

Y sin saberlo, iniciaron el camino, cada uno dio un paso en dirección al otro, pero... Él no podía dejar de lado su armadura, su escudo, su caballo; todas aquellas pertenencias que pesaban tanto, que le anclaban al suelo y no quiso abandonarlas allí, sintió miedo. 

Ella no se atrevió a alejarse más del castillo, ya que  nunca había puesto los pies fuera de él, sintió miedo. Así que los dos retrocedieron y se fueron alejando uno del otro, la princesa dando la espalda a la concurrida plaza y el príncipe siguiéndola con la mirada hasta que la vio asomarse a una ventana y comprobó que vivía en una torre.

¡En una torre! Si vivía en una alta torre de un castillo tan alto, es que era una princesa. ¿Cómo había podido ser tan estúpido? Aquella joven no podía ser otra cosa que una princesa, aquellos ojos, aquel pelo… Le había confundido su aspecto asustadizo, su mirada clavada en el suelo, su timidez. En su reino las princesas no hacían esas cosas, en su reino las princesas eran altivas, las princesas sabían que eran princesas y se comportaban como tales, ella no. Y ahora temía haberla perdido.

Cada día, el príncipe, que no se podía deshacer del peso de su armadura y del recuerdo de las guerras vividas, se acercaba un poquito más a la torre del castillo, y también cada día, la princesa que aún no sabía que lo era, conseguía levantar la mirada con confianza y alejarse unos pasos de la entrada.  Todo era muy difícil para ellos, pero no dejaban de buscarse en la distancia.

Ella no sabía cómo podría ayudar al joven a sostener el peso de aquella enorme armadura, el peso de sus recuerdos y de sus armas para que pudiese avanzar un poco más y además era consciente de que eso es lo que se supone que hacen los príncipes de los que  hablaban las viejas. ¿Y si realmente tenía sangre real? ¿Y si era el príncipe que todas las princesas esperan? ¿Qué haría ella, una joven tan vulgar?

El príncipe, por su parte, tenía que luchar con el miedo a las alturas y con la desconfianza de la princesa. ¿Cómo llegaría a convencerla de su calidad? ¿Cómo le haría ver que era algo en lo que ni siquiera creía?

Pero esto no deja de ser un cuento de hadas, y los cuentos siempre acaban bien, así que os contaré que pasó después. En este tipo de historias siempre suele ser imprescindible la intervención de un hada madrina, la concesión de unos deseos o la llegada de unos enanitos del bosque, pero en este caso sólo fue precisa una mirada.

Ocurrió cuando, una mañana, durante unos segundos,  el príncipe dejó en el suelo su carga y la princesa se atrevió a salir del castillo con la frente alta. Fue sólo un momento, pero fue suficiente. Se miraron  y nada más. 

En ese preciso instante el príncipe supo que la princesa dejaría su torre si él la ayudaba a salir, y la princesa supo que él tenía sangre real, que era de verdad un príncipe y que le amaba aunque fuese una vulgar joven, aunque no tuviese esperanzas de ser correspondida. Y cuando empezaba a bajar la cabeza para dar la vuelta y regresar al castillo, él volvió a mirarla de ése modo que sólo se entiende en los cuentos y le dijo la verdad: que ella también tenía sangre azul, que existían las princesas tímidas y los príncipes de reinos lejanos y, sin añadir nada más, la besó. 

Y ya sabéis lo que pasa en este tipo de historias, que la magia y el amor van de la mano. El caso es que ese beso causó una curiosa reacción en la princesa, fue como si despertase de un hechizo, porque en aquel momento y sólo porque él lo afirmaba, ella se supo princesa. Y el príncipe, al verse correspondido, se sintió ligero, como si su armadura se desmantelase pieza a pieza, como si los recuerdos de la guerra se evaporasen de su memoria, como si ella borrase todo los sufrimientos. Y se amaron. A partir de ese momento las cosas fueron como deben ser en los cuentos: pasearon cogidos de la mano por los jardines del castillo, recorrieron los bosques, subieron a las almenas, tuvieron una boda majestuosa de la que participó todo el reino y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

Pensándolo bien, si esto fuese un cuento medieval, debería acabar con un trovador recitando unos versos y tañendo algún instrumento pero creo que ya se ha utilizado demasiada magia en esta historia como para andar conjurando contadores de romances así que elegiré yo misma unos versos para aderezar la historia. 

Supongo que nuestra protagonista habría escrito algo así  al darse cuenta de que solo se supo princesa cuando el príncipe la vio como tal, cuando el príncipe la amó como su más humilde súbdito y la hizo sentir como la alta dama que realmente era.

El poema se llama Muerte en el olvido y el trovador podría haber sido Angel González; dice así:

Yo sé que existo
porque tú me imaginas.
Soy alto porque tú me crees
alto, y limpio porque tú me miras
con buenos ojos,
con mirada limpia.
Tu pensamiento me hace
inteligente, y en tu sencilla
ternura, yo soy también sencillo
y bondadoso.
Pero si tú me olvidas
quedaré muerto sin que nadie
lo sepa. Verán viva
mi carne, pero será otro hombre
-oscuro, torpe, malo- el que la habita...


 

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