Sábado por la mañana.
Una legión
de amazonas sedientas de victoria se lanzan hacia el interior del Carrefour
empujando sus carritos. En sus manos empuñan la lista de la compra aferrada
como una espada. Han dejado sus metálicas monturas asándose al sol del parking y desafían a las demás guerreras con la fiereza del que se disputa un condado en un torneo medieval.
Emulando las huestes de Atila
irrumpen con fuerza arrasando a su paso todo signo de vida.
Indefensa, en un rincón junto al
pan Bimbo no soy más que otra víctima, apenas un escollo que salvar en su atroz
conquista.
Sucede.
Un carrito cargado hasta arriba con armamento pesado como para quince días de una familia de siete, pasa
sus dos ruedas de la derecha sobre la puntera de mis preciosas sandalias de piel beige, destrozando el calzado y el dedo meñique que recubre.
Esbozo un leve quejido, esgrimo
un mínimo gesto de contrariedad y la mirada de la guerrera me infunde pavor. Su
expresión me dice claramente: "¿Qué dices que te pasa, guapina? ¿Quieres
más?"
Cobardemente, aterrorizada,
amilanada y herida en mi orgullo y mi pie, me retiro cuidadosamente,
agazapada entre las camisas de caballero, buscando cobijo en la sección de
electrónica. Es zona poco poblada y habitualmente las guerreras le tienen un temor
reverencial.
No crean, no soy persona temerosa, pero apenas llevo armas: un pequeño cesto con dos bricks de leche Pascual, un
champú Pantène para pelo rizado y un par de latas de Coca Cola Zero. Nada.
Creyéndome a salvo en la
fortaleza de la tecnología, cometo el primer error.
Bajo un poco la guardia atraída
por los cantos de sirena: hay una oferta de memorias USB de gran capacidad y
tiradas de precio. Pendiente de ellas y siguiendo los reclamos como presa de
caza, salgo al pasillo exterior, ensimismada.
Ingenua de mí, ¡es una emboscada!
Docenas de carros blindados me rodean y me mantienen a raya contra la línea de
Caja, convertida ahora en una trampa. Mi única salvación pasa por alcanzar como
sea la Caja Para Menos de 10 Artículos, no podrán seguirme hasta allí.
Sopeso los pros y los contras,
tendré que atravesar las líneas enemigas, salir a campo abierto, ponerme de
nuevo en peligro.
Sin embargo…
Adelante, me digo. Cargo mi
cestito y me escudo tras una novela de Almudena Grandes que acabo de encontrar al
atravesar la librería y sin pensármelo dos veces, cojo aire y me lanzo a la
consecución de mi meta.
¡Seis metros, cinco, cuatro,
dos… Ya casi llego, ya!
Y la catástrofe.
Flanco derecho desprotegido y de
improviso aparece otro carro de magnitudes realmente desproporcionadas. La guerrera lo
empuja afanosamente mientras un caballero de apenas medio metro lo monta
gritando alegremente. En sus manos esgrime peligrosamente un Petit Suisse para
beber. De fresa, creo. Otea el horizonte buscando su presa como un halcón
y de pronto me ve.
Percibo su mirada torva, su expresión de triunfo. Su sonrisa se vuelve especialmente maligna cuando, sin darme tiempo a la defensa, arroja hacia mí el Petit Suisse del cual la novela de Almudena Grandes no logra protegerme en su totalidad.
Percibo su mirada torva, su expresión de triunfo. Su sonrisa se vuelve especialmente maligna cuando, sin darme tiempo a la defensa, arroja hacia mí el Petit Suisse del cual la novela de Almudena Grandes no logra protegerme en su totalidad.
Mi camisa de seda de color verde inglés
es la segunda víctima de mi malograda tropa.
No puedo permitirme más bajas.
Me rindo.
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