jueves, 24 de julio de 2014

Todo es vida

Hoy no he bajado la cámara fotográfica. A pesar de ser casi dependiente de ella, nunca he creído realmente eso de que una imagen vale más que mil palabras.  En días como hoy, la imagen me resulta casi superficial. Sí es cierto que puedo captar formas, colores, presencias… pero ninguna cámara recogerá hoy la suave brisa que me acompaña aquí sentada junto al mar, entre las rocas , con el rumor de un leve oleaje, el movimiento justo que el viento de levante imprime a la superficie.
No hay modo técnico de captar la luz que riela ondulante sobre el agua azul, ni el cielo de un tono uniforme, infinito, sin una sola nube. Manchado muy de tarde en tarde por la imagen de una gaviota que tampoco podría recoger la cámara en su vuelo certero y eficaz hacia el alimento que le espera más abajo.
Me encuentro en una especie de atalaya visual. Da igual donde dirija la mirada. Todo son sensaciones, impactos sensoriales, movimiento, luz, color, vida. Esa vida suena, huele, se desplaza en un efecto multicolor.
Ante mí el rompeolas y la entrada al pequeño puerto deportivo. Abuelos que miran insistentemente sus cañas de pescar en una especie de trance hipnótico, esperando ese pez que se acerque al anzuelo pero deseando en el fondo que el proceso se alargue un rato más, que no se rompa la ceremonia, el hechizo.
En realidad nadie va a comerse ese pez. En realidad lo que importa es dormitar al sol, consumir ese cigarrillo y ver en el periódico el resultado del partido  con los ojos entornados bajo el ala del viejo sombrero de paja, tan desgastado, con las puntas totalmente separadas como un erizo, pero que resulta tan imprescindible como la también vieja caña.
A mi derecha una playa casi salvaje, varios kilómetros de absolutamente nada, solo arena y luz, el paraíso de los que buscan la soledad pero no el recogimiento , de los que quieren sentirse dioses por encima de una tierra inmensa. En esa playa el viento sopla casi con furia, el olor a yodo se intensifica y no parece haber vida en la superficie, excepto algunas manchas de colores fluorescentes que surcan veloces, cortantes, las olas siempre manejadas con eficacia por los nuevos jinetes del mar, cuyas monturas quedan ocultas por los rizos. Sólo muy de tarde en tarde se ve la superficie blanca sobre la que apoyan sus pies, sólo cuando una ola se cruza un poco y hay que sortearla como en una carrera de obstáculos aferrándose a la botavara, volando tras la vela, formando parte de ella. 
De pronto en el cielo un rugido y como en una piñata de fiesta infantil, caen del cuerpo azul de la avioneta la media docena de paracaidistas que tienen en esa playa y los kilómetros de herbazales que la acompañan su natural e inacabable pista de aterrizaje. Aunque no lo parezca, la tranquilidad no se ve interrumpida; todo ello sucede con una lentitud , con una cadencia suave, como si el mundo no tuviese prisa. Incluso las velas que trazan sus piruetas una y otra vez parecen estar ejecutando pasos de baile que , en la distancia se me antojan lentos y elegantes, como aquellos valses que bailaba Fred Astaire…belleza, deslizamiento. Creo percibir que también mi respiración y mis latidos se ralentizan. Yo tampoco tengo prisa por vivir, hay vidas que necesitan esta predisposición lenta , perezosa, como de hora de siesta. 
Y al fondo el sonido, el rumor de las olas que formará siempre parte de la banda sonora de mi vida. Inseparable en mis recuerdos del olor que desprende el mar. Un dúo sensorial que conforma el mapa de mis sentimientos. De la necesidad de acercarme a mi playa de vez en cuando. A esta misma playa entre estas mismas rocas en las que tantas horas he pasado, tantas palabras he leído, tantos sueños he esperado…siempre junto a mi faro.
En realidad no es un faro. En realidad no es más que una baliza que señala la entrada al puerto, pero sentada junto a él con el rompeolas a mi espalda, apoyada en esas paredes he pasado mil tardes de juventud mirando hacia delante, hacia el mar, hacia ese punto en que pierdo la perspectiva de las dos playas y del puerto.. Ante mí solo el mar y la presencia elegante de algún velero y la compañía insistente de algún libro, de sentimientos escritos por otros para que yo los lea, o cantados, o interpretados de algún modo. También la música ha vivido junto a mí en el faro, pero es curioso…al cabo de un ratito cierro el libro y silencio el reproductor de música. No puedo evitar sustraerme a la visión de ese brillo mágico y suave sobre el agua y al sonido de seda que produce el viento al besar las olas leves, lentas, perezosas…
Ladeo un poco mi cabeza huyendo del sol de mediodía que pretende cegarme y desplazo la vista hacia mi izquierda. A ese lado del rompeolas hay una vida distinta pero cargada de encanto. Un encanto diferente, quizá peor entendido , pero existe. 
Es esa vida más “de verano” , más turista, que unos denostan y otros encontramos particularmente curiosa pero cercana, extraña pero familiar a la vez. Es la vida de los que vivimos cada día tras un mostrador o sujetando un teléfono o tecleando furiosamente ante un ordenador, o ajustando tornillos en una cadena de montaje. Es esa vida que buscan los que ya no soportan la suya, los que necesitan la luz que no ven en su ciudad, en su fábrica, en su casa: el país de las sombrillas. 
Esta playa es diametralmente distinta de la otra aunque solo las separen unas docenas de metros en forma de canal. En esta otra playa la arena se ve solo a intervalos entre el colorido mosaico que forman toallas, bañadores, sombrillas, flotadores y otros elementos que acompañan al ser humano y sin los cuales no sabe disfrutar de algo tan natural, tan esencial , tan simple y a la vez tan complicado como es el mar, la arena, el sol. 
Sin necesidad de prestar una especial atención se oyen de lejos pero con claridad los gritos alegres, las risas infantiles y algún llanto asustado ante ese agua que se mueve imparable en la orilla y se lleva la pala azul del niño rubito del fondo.
Así y todo la similitud con la otra playa existe y radica sobre todo en esa cadencia, ese aspecto de vals lento impecablemente ejecutado por cientos de actores y bailarines.
Una voz cercana me saca un momento de mis pensamientos y me devuelve por un instante a la realidad. Está a mis espaldas: es una señora sesentona con evidente acento andaluz. Está trabando amistad con otra señora, una alemana con serias dificultades para hablar español, pero el idioma de la playa es universal:
-Pues mire, aquí también ha cambiao tó mucho. A mí, mi Manué, cuando sale de la fábrica me limpia er porvo o me pasa la fregona y cuando llego yo que es mu tarde y vengo mu cansá ya mencuentro la cena en la mesa.
-Ah, ya, ya, sisisisisisi…
La alemana asiente con una sonrisa de oreja a oreja, con esa expresión de amabilidad de quién no ha entendido una sola palabra pero valora el gesto confiado de la otra persona al contarle sus cosas.
Mientras escribo pierdo un poco el contacto con las dos señoras, y al cabo de unos minutos, cuando conecto de nuevo, su amistad es ya larga y arraigada: se ponen al día de cuáles son los restaurantes que valen la pena, de qué hoteles ofrecen baile en sus terrazas por la noche y se intercambian los números de sus teléfonos móviles. Las oigo quedar de acuerdo en verse aquí , en la playa , pasado mañana a eso de las once. No, no, mañana no. Es que mañana la alemana no puede, tiene una excursión para ir a ver ese museo tan famoso de la ciudad cercana.
Entre tanto las olas traicioneras han devuelto ya la pala azul al niño rubio que sigue parado en la orilla mojándose los pies y mirando al agua con una expresión mitad asombrada y mitad desconfiada, asiendo fuertemente su pala con una mano y su cubo de plástico rojo con la otra sin atreverse a dejarlos en el suelo. Impasible. Sin valor para acercarse más al mar , pero sin alejarse del todo, fascinado por el movimiento, un poco asustado. Con la excitación del primer viaje en el Tren de la Bruja, sabiendo que mamá no permitirá que pase nada, pero rogando para que la bruja no le descubra.
A lo lejos, el paseo se ha llenado poco a poco de gente. Unos se acercan tímidamente a la playa; es primavera y hace dos días en su país llevaban aún jersey de lana. Otros, más decididos ya, han salido de sus hoteles y apartamentos mínimamente vestidos, como provocando al sol , retándole a que se pose en sus pieles aún blancas y débiles. Solo esperan el momento en que deje su rastro en sus cuerpos, el calor , la relajación y luego el deseo del agua, la sorpresa del frío…el sabor que no se irá hasta la segunda ducha.
Hay más gente: vendedores de baratijas, dibujantes de caricaturas, esa joven que pasa casi todo el día en el puesto de helados y cuyos ojos están permanentemente entornados por el efecto de tantas horas de sol…
Día tras día…

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