martes, febrero 7

7 de febrero

Últimamente leo/oigo mucho sobre maternidad: consejos que parecen sentencias, mamás que sientan cátedra sobre su única e irrepetible experiencia, reportajes extensísimos sobre lo que se debe y no se debe hacer nunca si vas a ser madre, interminables listados de normas para educar a los hijos (no he visto ninguna de cómo educarnos a los padres, pero en fín...) y, lo que es peor, opiniones, miles de opiniones de padres, madres, médicos, maestros y psicólogos sobre lo buenas -o según ellos, a menudo malas- madres que somos la mayoría.
Bien. Me importa un bledo.
O dos, según como.
O sea, me alegro mucho de que vosotras, mamás, tengáis hijos (as)  felicísimos, educadísimos, altos, rubios, con los ojos muy azules, que hablan inglés, que tocan el piano, que cantan, que bailan, son los mejores deportistas, los mejores estudiantes de las mejores carreras  y, además, el día de mañana se los/las van a llevar de calle. Toma ya.
Pues eso, que me alegro. Pero que también me importa otro bledo y no me apetece nada competir con vosotras. Sois el "Clásico" de las madres; la "Super Bowl" de las mamis; "El Gran Torneig de les Arts Marcials" de las mamás. Qué bien.
Yo no soy tan perfecta. No soy una madre de catálogo, ni siquiera de folleto de supermercado de barrio. Seguramente por ello, mi hija no será perfecta. Y ¿sabéis qué? que ahora sí que puedo decir sinceramente que me alegro.
Hace unos cuantos (empiezan a ser bastantes) años, empezó para mí una historia de amor. Suena sensiblero, sí, pero es que mi vida con mi princesa ha sido eso: amor.
Puede que yo no haya sabido hacer todas esas cosas que mandan los cánones y el "Ser Padres Hoy" pero le he dado lo único que no puedo darle a nadie más. No de ese modo. La he amado. Y no quiero decir que los demás no amen a sus hijos. Ni mucho menos. Quiero decir, simplemente, que yo sólo sé hacer eso: Querer a Judith.
La amo desde el preciso instante en que "supe" que estaba ahí.  Porque sí, porque lo supe. Podría haberme ahorrado el Predictor perfectamente: yo ya sabía que ella estaba conmigo. También sabía que era "ella" y no "él". No sé si eso habría marcado alguna diferencia o no, ni me lo planteo porque siempre supe de mi princesa.
Hoy, al cabo del tiempo, es una mujer adulta, pero yo sigo sintiendo ese lazo intenso entre las dos, esa sensación de que el día que el médico la separó de mí mediante la cesárea, se dejó algún hilillo sin cortar y que ese cordón de plata nos une a través de todo y a pesar de todo.
Recuerdo una vez, tendría ella tres o cuatro años, su maestra me dijo que parecíamos una mezcla entre una pareja de enamorados y dos hermanos gemelos. Y es que siempre nos hemos "presentido". Hemos enfermado a la vez, hemos tenido pesadillas simultáneas, no podemos ocultarnos nada. Yo siempre he sabido de su alegría o de su tristeza apenas con una mirada;  ella siempre ha sabido en qué momento necesito un abrazo.
Simplemente me mira y sabe. Simplemente la miro y sé. Y eso ha sido así durante estos veintialgunos años.
A veces, a menudo, nos acurrucamos en el sofá y dejamos pasar el tiempo. Podemos estar viendo una película, o pensando en nuestras cosas, o -sencillamente- sintiéndonos bien, acompañándonos.
Porque eso es lo que sabemos hacer mejor: estar juntas y querernos.
Mi princesa es bella, es preciosa por dentro y por fuera: es fuerza, es arte, es sensibilidad, es carácter.
Es también delicadeza, educación, sobriedad y seriedad. Es responsabilidad, es simpatía, es -y lo agradezco- un punto de locura. Es fidelidad, alegría y sobre todo, por encima de todo, es amor.
Es MI amor. Y eso es tanto, es tan grande, que no puedo pedir nada más. Absolutamente nada, excepto que sigamos haciendo eso que hacemos tan bien las dos: estar juntas y querernos.
Feliz cumpleaños, mi amor. Feliz vida.

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