No es tan sencillo.
Las imágenes que durante el sueño son tan
nítidas, se empeñan en diluirse cuando abro los ojos, cuando la bruma se
desvanece ante el acoso feroz de la luz que rompe la paz de mi dormitorio.
Un minuto antes he visto, he tocado, he
sentido, he vivido... he volado, en fin.
Y sin embargo, todas esas sensaciones se
esconden al llegar el día, se convierten en un poso que sé que guardo en el
fondo del baúl donde reposan las emociones, pero tan, tan en el fondo que me
cuesta acceder a ellas. Pero están, duermen a la espera del momento en que el
alma se asusta de tanto silencio, de tanto vacío y entonces acuden.
Y acuden tan nítidas, tan coloridas, tan
táctiles, con tantos sonidos y aromas como la primera vez. Como cuando tuvieron
que recluirse a prisa y corriendo porque el haz de luz les hirió. Como cuando
volaban a un metro escaso de la superficie del mar.
Empapándose.
Siempre me he preguntado sobre los procesos
sensoriales que acompañan a los sueños:
¿Por qué una caricia es más vívida entonces? ¿Por
qué deja más huella en la piel? ¿Por qué recuerdo las gotas de agua en el
pelo? ¿Cómo es posible que note como caen si al despertar, bajo la lluvia
apenas las percibo? ¿Dónde queda eso tras el espantoso sonido del
despertador, tras la cruel llamada que me separa del -a veces- único momento
sereno del día?
Quiero seguir dibujando ese sueño, pintarlo
de azul. Lo prometo.
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