Todas las decisiones que tomamos,
todas las acciones que emprendemos, todos los momentos que nos obligamos a
vivir necesitan de un detonante. Solemos achacarlo a un cúmulo de
oportunidades, posibilidades, aciertos o errores, pero en realidad solo hay una
cosa, un único instante en el que tomamos la decisión precisa. Cuando eso
sucede ya no hay marcha atrás. Ya no hay posibilidad de cambio en la
trayectoria porque hemos alcanzado el famoso punto de no retorno: ese lugar
exacto en el camino en el que, tras elegir entre los distintos desvíos, sortear
obstáculos y acatar prohibiciones, se convierte en una línea recta, cuesta
abajo.
Es sencillo: ni siquiera es
necesario ya dar gas, simplemente con mantener el pie en el acelerador, sin
presión, sin frenar…
Solemos fingir, además, que nos
sorprende haber llegado a ese punto, pero no deja de ser una elección
consciente. Más consciente que elección.
En la mayor parte de las
ocasiones habríamos elegido otro rumbo, habríamos querido poder tomar otra
dirección al llegar a la encrucijada, pero una vez en la ruta, sabemos ya dónde
iremos a parar. Lo que nos sorprende no es el detonante, sino el momento en que
llega, o de qué modo lo hace.
Decía Jardiel Poncela
"Cuando tiene que decidir el corazón es mejor que decida la
cabeza", es posible que se refiriese a que el corazón a menudo es
incapaz de percibir la cercanía del momento o la oportunidad o la conveniencia.
El corazón no es apto para interpretar las señales; el cerebro, sin embargo,
sabe en qué momento se ha repartido la última carta del juego y qué mano tiene
cada jugador.
Y sabe que debe jugar.
Y cuando.
Y de qué modo.
Y las consecuencias de ganar o
perder esa mano con esa última carta que ha aparecido y que decide el final del
juego.
Con esa última carta que puede
presentarse de mil formas distintas: una llamada o un silencio, una sonrisa o
una lágrima, una presencia o una ausencia, un enfado o una alegría, una
conversación serena o el simple comentario que confirma lo que uno temía.
Y con esa última carta, se juega.
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