martes, 1 de noviembre de 2016

Dibujar un sueño

No es tan sencillo. 
Las imágenes que durante el sueño son tan nítidas, se empeñan en diluirse cuando abro los ojos, cuando la bruma se desvanece ante el acoso feroz de la luz que rompe la paz de mi dormitorio.
Un minuto antes he visto, he tocado, he sentido, he vivido...he volado, en fin. 
Y sin embargo, todas esas sensaciones se esconden al llegar el día, se convierten en un poso que sé que guardo en el fondo del baúl donde reposan las emociones, pero tan, tan en el fondo que me cuesta acceder a ellas. Pero están, duermen a la espera del momento en que el alma se asusta de tanto silencio, de tanto vacío y entonces acuden.
Y acuden tan nítidas, tan coloridas, tan táctiles, con tantos sonidos y aromas como la primera vez. Como cuando tuvieron que recluirse a prisa y corriendo porque el haz de luz les hirió. Como cuando volaban a un metro escaso de la superficie del mar. 
Empapándose.
Siempre me he preguntado sobre los procesos sensoriales que acompañan a los sueños: 
¿Por qué una caricia es más vívida entonces?  ¿Por qué deja más huella en la piel?  ¿Por qué recuerdo las gotas de agua en el pelo?  ¿Cómo es posible que note como caen si al despertar, bajo la lluvia apenas las percibo?  ¿Dónde queda eso tras el espantoso sonido del despertador, tras la cruel llamada que me separa del -a veces- único momento sereno del día?
Quiero seguir dibujando ese sueño, pintarlo de azul. Lo prometo.


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