sábado, 15 de octubre de 2016

El ascensor (El edificio III)


Y ahí va de nuevo, renqueante, el viejo ascensor. Traqueteando.
A sus años, un ascensor ya no puede hacer otra cosa que subir y bajar y chirriar como mil gatos furiosos. Los años han caído sobre él como sobre todo lo que contiene el edificio.
No tiene esas maravillas de pantallas digitales y botoncitos de colorines, de ésos que tienen los otros ascensores, los que se instalan en edificios nuevos. Eso sí, tiene toda la pared del fondo forrada de espejo que, fíjate, además adelgaza y sirve para que Loli, la hija de Manolo, el del sexto, se retoque los labios antes de entrar en su casa, que si la ve su padre después de haber pasado dos horas en el coche con su novio, no quiero ni pensarlo.
El viejo ascensor tampoco tiene hilo musical, pero ¿para qué? Él sólo sube y baja, y traquetea. Nadie tendría tiempo ahora de escuchar melodías entre piso y piso. Ya apenas queda ningún vecino de los de entonces, parejas jóvenes, ilusionadas.
Él fue joven también. Y, cómo todos, fue cocinero antes que fraile: En su día fue punto de reunión de las vecinas; fue cueva de piratas para los niños del edificio, esos días que llovía y no tenían donde jugar; fue testigo de besos robados y miradas cómplices; fue…Lucía aún lo recuerda, aún cierra los ojos cuando se abren sus puertas y entra y se apoya en la pared del fondo y recuerda aquella noche de hace tanto tiempo. ¡Qué frío hacía! Y Eduardo, tan moreno, tan guapo…sus manos, su piel… ¿qué habrá sido de Eduardo? La dejó cuándo conoció a aquella otra chiquita, una muy maja, muy fina. De capital era, se le notaba. Al pobre lo plantó al poco. ¡Qué vueltas da la vida!
Sólo el ascensor supo de aquello. Entonces aún no rechinaba tanto, era luminoso, cálido, acogedor. Era joven.
Ahora es sabio. Ha subido cientos de bombonas de butano, se ha llenado del barro de las bicicletas de los chavales, ha escuchado el llanto en los cochecitos de bebés de todo el edificio. Se ha enterado de alguna canita al aire, de alguna confidencia de adolescente.
Entonces aún no había prisa por nada y paradójicamente él era más veloz.
Y otra vez abajo y arriba. Ahora ya los vecinos apenas se conocen, ni le conocen a él. Ahora es sólo una parte más del edificio: lo limpian, lo barren, lo engrasan cuando toca…Y esperan que suba, y que baje y que chirríe lo menos posible. Y eso hace él, eso intenta. Cada día, cada noche, arriba, abajo, como desde hace años…casi feliz.

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